El pasado 26 de agosto, HBO hacía público el trailer de la tercera temporada de True Detective, la serie que consiguió con su primera temporada convertirse en un auténtico fenómeno de masas. Su mezcla de thriller, soliloquios de policías intensitos e iluminados y ocultismo unido a la atmósfera evocadora y estéticamente apabullante de los estados rurales de EEUU, cautivó tanto a crítica como a público. Tras una segunda temporada que muchas calificaron como decepcionante, parece que la tercera entrega va a volver a sus orígenes, es decir, a abordar un misterio que se extiende a lo largo de los años y que tiene como escenario principal la América profunda.
Pero, ¿por qué irnos tan lejos para sumergirnos en ese onirismo rural que ofrece Nic Pizzolatto? Como ya se ha demostrado en varias ocasiones, una de las más recientes en La isla mínima de Alberto Rodríguez, España puede dar mucho de sí. Te ofrecemos un trío de ejemplos de casos reales con los que montar una tercera temporada de True Detective que arrasaría en los Premios Emmy.
Gloria Martínez, la adolescente que se internó en las sombras
Para comenzar, vayamos sobre seguro. Si algún tema está claro que ejerce una profunda y morbosa fascinación sobre el espectador, es la desaparición de niños o jóvenes. Especialmente en las que atañen a infantes de corta edad o a adolescentes de género femenino, por las terribles presunciones que suele hacer nuestro cerebro sobre los motivos de la misma. En España son muchos los casos que podrían ajustarse a estos parámetros, como el secuestro de Anabel Segura, del que se cumplieron 25 años el pasado julio y que quizá podría ajustarse más al thriller de los hermanos Coen —dos pobres diablos trazan un plan llevados por la codicia. Sale mal—. Sin embargo, por fecha y zona geográfica, nos quedamos con la desaparición de otra joven, la de Gloria Martínez, también hace poco más de 25 años.
Gloria, una joven alicantina de 17 años, era una chica normal que compaginaba sus estudios de COU —por si alguien se lo pregunta, el equivalente a 2º de Bachillerato— con su séptimo año de Piano en el conservatorio. Además del estrés asociado a la tamaña carga de trabajo, Gloria presentaba desórdenes alimenticios y un cuadro de insomnio. También había sufrido diversos brotes psicóticos a lo largo de su adolescencia. Visto el percal, en octubre de 1992 los padres de Gloria, siguiendo consejo médico de la psiquiatra María Victoria Soler Lapuente, llevan a su hija a la clínica privada Torres de San Luis, de la que Soler era accionista, para que repose unos días.
La clínica se encontraba situada en las afueras de Alfaz de Pi, a 5 kilómetros de Benidorm y considerado uno de los municipios más turísticos de la Costa Blanca. Alfaz de Pi es uno de esos municipios del Levante a en el que se da la paradoja de que la población extranjera ha superado a la local, siendo la mayoría de estos nuevos residentes ciudadanos provenientes de Reino Unido y el norte de Europa que se arriman a las costas españolas para comprarse un casoplón con piscina y disfrutar de 11 meses al año de un sol de justicia.
En 1992, no obstante, cuando aún quedaba lejos la construcción del cercano parque Terra Mítica y comenzaban los más locos locos años de la bonanza económica, la clínica se encontraba bastante más aislada de lo que vemos actualmente. Un lugar tranquilo, al fin y al cabo. Una casa en la que tomar las aguas.
Los padres de Gloria ingresaron a su hija y ese mismo día y según la versión de la clínica, Gloria se puso muy nerviosa. El personal la ató de pies y manos a la cama y le suministraron una fuerte dosis de calmantes que la dejó KO. Sin embargo, Gloria se despertó alrededor de las dos de la madrugada y pidió a la enfermera y la auxiliar que se encontraban en el recinto que la desatasen para ir al baño, momento que aprovechó para salir por la ventana de su habitación, atravesar la zona ajardinada y saltar la valla de dos metros de la clínica e internarse en la noche.
Para muchos, Gloria no salió nunca del recinto. La noche de su desaparición, ella era la única paciente internada en la clínica Torres de San Luis..
Los trabajadores salieron a buscarla sin éxito alguno y pasadas las seis de la mañana, horas después de su desaparición, llamaron a la policía. Un trabajador de una gasolinera situada a escasos kilómetros de Altea afirmó haberla visto andando sola con la ropa que el hospital le había proporcionado tras orinarse encima tras su ingreso. Nunca más se supo. Se llevaron a cabo varias investigaciones a lo largo de los años pero el caso nunca se esclareció. Poco después, la clínica echó el candado a la verja y cesó su actividad. En 2008, era condenada a pagar 108.000 euros de indemnización a los padres de Gloria.
Por supuesto, hay teorías sobre lo ocurrido para parar un camión de naranjas. Hay quien dice haberla visto poco después en compañía de unos jóvenes franceses en un camping de Altea, o incluso haberse tomado un refresco con ella años más tarde. Una de las más populares, pasa por poner en duda que Gloria saltase una valla de dos metros de altura horas después de haberla sedado y que echase a andar descalza y sin sus gafas -era miope- por carriles situados en una zona oscura y boscosa -para hacernos una idea, este es el recorrido que tendría que hacer a pie una persona para llegar a la gasolinera más cercana situada en el municipio de Altea hoy en día- . Para muchos, Gloria no salió nunca del recinto. La noche de su desaparición, ella era la única paciente internada en la clínica Torres de San Luis.
Ah, un detalle más. La desaparición se produjo menos de quince días antes de la de las niñas de Alcasser, caso que supuso una vorágine mediática de enormes proporciones. Tres años antes, en otro municipio de la Comunidad Valenciana, en Macastre, tres adolescentes que habían salido de acampada aparecieron muertos sin que tampoco el suceso se resolviera. Si esto no da para que Matthew McConaughey llene la pared de su garaje de papelajos y pistas, que se me lleve el Rey de amarillo.
La múltiples versiones para el crimen de los Galindos
Para nuestro segundo caso, dejamos el Levante y nos movemos a Andalucía. Ubicada a las afueras de Paradas, a cincuenta kilómetros de Sevilla, la finca de Los Galindos amanecía una mañana de julio de 1975 con el trasiego propio de un gran cortijo. Es decir, con un montón de gente madrugando mucho para partirse el lomo. Tras partir los trabajadores para el campo, quedaron en la casa tres personas: Manuel Zapata, el capataz de la finca, su mujer Juana Martín y uno de los peones, José González.
Todo el mundo había entrado y salido, pisado la sangre, movido los cadáveres y tocado todo.
Después de una jornada de trabajo tan dura como suele ser habitual en el campo y probablemente no demasiado bien pagada, los peones vieron al volver que salía humo de la casa, por lo que uno de ellos acudió corriendo a alertar a la guardia civil. Cuando la pareja de picoletos accedió a la casa se encontraron con el cadáver de Juana en uno de los dormitorios con un fuerte golpe en la cabeza y el de otro de los trabajadores de Los Galindos, Ramón y su mujer, Asunción, semicalcinados. A escasa distancia de la vivienda, aparecían los cadáveres de Manuel Zapata y su mujer abatidos a escopetazos. Es decir, tremendo follón.
Para cuando llegó la Brigada de Investigación de la Policía Nacional, había entrado en la escena del crimen hasta la portera. Todo el mundo había entrado y salido, pisado la sangre, movido los cadáveres y tocado todo. Para más inri, al ser julio y estar la administración escasa de personal, es un forense jubilado, Alejandro Arcenegui, el que levanta los cadáveres.
En un primer momento se pensó que todo se debería a un ataque de celos del capataz, dado que era el único que no aparecía por ningún lado. Zapata habría tenido un affaire con la esposa de González, lo que habría provocado un enfrentamiento entre ambos y a la posterior escabechina. Sin embargo, el descubrimiento de su cadáver días más tarde en un pajar con otro golpetazo en el cráneo descartaba esta posibilidad, al determinar su autopsia que había sido el primero en morir.
La investigación fue un sindios. Se realizaron hasta tres informes periciales y se acabó determinando que José González habría acabado con la vida de Zapata en un arrebato. Después, habría ido asesinando uno por uno a todas las personas que se encontraban en la casa y, al intentar quemar dos de los cadáveres, habría muerto por deflagración al echar gasolina a las llamas.
Por supuesto, que un señor decidiese de buenas a primeras en una calurosa mañana de julio acabar con la vida de cuatro personas a muchos les suena un poco a cuento chino. Durante años se ha intentado dar al crimen las más diversas explicaciones; desde que se trataría de algún turbio asunto relacionado con los marqueses de Grañina, propietarios de la finca, hasta que todo se debía a un asunto relacionado con el tráfico de drogas que había salido mal. Lo cierto es que el sumario del caso fue abierto en cuatro ocasiones. La última de ellas en 1983, a cargo del magistrado Heriberto Asenso, que arrugó mucho la nariz con la versión que culpa de todo a José González y concluye que los responsables debieron ser dos hombres ajenos a la finca que nunca fueron encontrados.
El sumario abierto pasó entonces a manos del juez Antonio Moreno Andrade, que tras el cierre definitivo del sumario en 1988 afirmaría que había habido presiones para dejar el caso, declarando a Diario 16, ojo cuidado, que en la finca habría habido ese día una reunión de altos cargos militares coincidiendo con el malísimo estado de salud de Franco, que fallecería tres meses después en Madrid tras una larga agonía.
En 2015 salió a la luz que el sumario del caso, de más de 1300 folios a doble cara, se había perdido en un traslado de Marchena a Sevilla. Ay mecachis.
Los 'mindhunters' del Arropiero
Por último y como tercera opción, un favorito personal. El 18 de enero de 1971 era detenido en el Puerto de Santa María de Cádiz Manuel Delgado Villegas, el Arropiero, la joya de la corona de los asesinos en serie de España. A Manuel le llamaban el Arropiero porque su padre se había dedicado a vender arrope, pero él ni vendía arrope ni tenía oficio conocido.
Lo cierto es que Manuel, como dicen los ingleses, no era la cera más brillante de la caja -durante su juicio, además de determinar que tenía una enfermedad mental, se habló de que tenía, por decirlo suavemente, las capacidades mermadas. Y con estas, en 1961, se enrola en la Legión española en donde le enseñan “el golpe del legionario”, es decir, a meterle un meco seco en la laringe a alguien. Tras desertar, se dedicó a vagabundear desde Cádiz a la costa del sur de Francia e Italia matando a gente al azar (sobre todo a mujeres) y violando cadáveres. A algunos varias veces y días después de muertos.
El caso es que, y aquí es donde podría venir nuestra tercera temporada de True Detective a la española, aquel día de enero del 71, la policía le detiene para interrogarlo en relación a la desaparición de Antonia Rodríguez Relinque, una mujer con la que mantenía una suerte de relación sentimental. Una vez en comisaría declaró que sí, que la conocía y que si le acompañaban un momentito a un sitio les enseñaba una cosa. El Arropiero había estrangulado a Antonia con sus propios leotardos y llevaba tres días yendo a visitar su cadáver para practicar con él la necrofilia. Un cuadro, vaya.
Por si eso no hubiera bastando para que los policías se quedaran para tomarse una tisana, Manuel Delgado empezó a confesar un rosario de crímenes que habrían tenido lugar durante la década de los 60 y principios de los 70.
Los policías se dieron cuenta de que Manuel tenía una gran tendencia a exagerar la realidad.
En total, el Arropiero confesó haber asesinado a cuarenta y ocho personas. Pero claro, su palabra no bastaba, así que durante los siguientes tres años, los inspectores Salvador Ortega y Manuel Alcalá, de la Brigada Criminal de El Puerto, se dedicaron a recorrer con el Arropiero miles de kilómetros de costa reconstruyendo sus supuestos crímenes. Un viaje en el que ambos policías tuvieron que ganarse la confianza de Manuel, que llegó a considerar a ambos sus amigos. Viajaban juntos, comían juntos y se echaban sus chatos de vino juntos mientras este amenizaba los trayectos contando barbaridades.
Muy pronto ambos policías se dieron cuenta de que Manuel tenía una gran tendencia a exagerar la realidad y modificarla a su antojo, cuando no directamente a inventarse las cosas. De ahí que cayera en frecuentes contradicciones e incongruencias que dificultaban en gran medida la labor policial.
Finalmente, solo pudieron confirmar de forma sólida siete víctimas de las casi cuatro docenas de las que presumía, desconociéndose la cifra real de asesinatos. El Arropiero estuvo en prisión preventiva y sin abogado la friolera de seis años —hecho permitido por el Código Penal de 1973— hasta que la Audiencia Nacional ordenó en 1978 u internamiento en el psiquiátrico penitenciario de Carabanchel. Allí, fue perdiendo los papeles progresivamente hasta que finalmente falleció 26 años después.
Solo hay que ver alguno de los múltiples documentales que se han hecho sobre su figura para comprobar lo muchísimo que darían de sí una temporada que recogiera esos tres años de road trip delirante. Un viaje macabro de rumbo a la Costa Azul de los 70, siendo testigos del asentamiento del modelo de turismo de sol y playa en nuestro país. Una delicia.