Hace dos años se cumplió el 170 aniversario de uno de los acontecimientos más relevantes en la historia del mundo: el descubrimiento de oro en la mina de Sutter en Coloma, California. El 24 de enero de 1848, mientras inspeccionaba un molino para el que era su patrón, John Sutter, el trabajador James Marshall divisó algo que brillaba dentro de la fría agua invernal. "Chicos", anunció mostrando una pepita a sus compañeros de trabajo, "¡creo que he encontrado una mina de oro!".
Marshall había dado el primer pistoletazo a una fiebre global que daría cuerda al mundo con un impacto repentino y dramático. En 1848, la población de California no indígena rondaba las 14.000 personas, pero para finales de 1849 alcanzó las 100.000 y llegó a crecer hasta 300.000 personas para finales de 1853. Podemos ver la mirada enigmática de algunas de estas personas a través de fotos antiguas como daguerrotipos o ferrotipos.
Desde México y las islas Hawaii; desde América del Sur y América Central; desde Australia y Nueva Zelanda, desde el sureste de China; desde Europa Occidental y Oriental... No hacía más que llegar gente al estado dorado. Reflexionando sobre la situación unos años más tarde, Mark Twain describía celebremente a aquellos que corrieron a por el oro como
una población impulsiva e incansable ... Un conjunto de 200.000 hombres jóvenes que no eran unos simples enclenques, sonrientes y delicados, sino que eran jóvenes valientes, intrépidos, robustos y musculosos...
"La única vez que el mundo ha visto un grupo de hombres de este tipo juntos", Twain reflexionaba, y que "probablemente el mundo nunca volverá a ver algo igual". Cuando llegó a Ballarat, Australia, en 1895, Twain pudo ver de primera mano las increíbles consecuencias económicas, políticas y sociales de la fiebre del oro australiana que había comenzado en 1851 y que había dado el pistoletazo de salida a una segunda carrera mundial en busca del preciado mineral amarillo.
"Los pequeños descubrimientos en la colonia de Nuevo Gales del Sur tres meses atrás", observaba Twain, "ya habían hecho que la gente emigrara a Australia, llegando en oleadas". Pero con el descubrimiento de las grandes reserva de oro del estado de Victoria, similares en tamaño a la cantidad de oro de California, "se convirtió en un aluvión de gente".
Entre la mina de Sutter en enero de 1848 y la de Klondyke (en una parte remota al noroeste de Canadá) a finales de los años 1890s, el siglo XIX se vio sujeto de forma regular a estos aluviones de gente. Entre Australasia, Rusia, América del Norte y África del Sur, los descubrimientos de oro del siglo XIX pusieron en marcha grandes oleadas de personas, material y dinero. Las nuevas minas de oro se inundaban de emigrantes recién llegados de todo el mundo: mineros y mercaderes, banqueros y constructores, ingenieros y emprendedores, granjeros y buscadores de tesoros, curas y prostitutas, santos y pecadores.
Cuando la fuerza de la primera oleada empezó a remitir, muchas personas regresaron a vidas más sedentarias en sus países de procedencia. Otros se vieron abandonados y decidieron echar raíces en los estados dorados, mientras que los que supieron aprovechar el momento de la ola del oro pusieron sus esfuerzos en nuevas minas, en nuevas tierras de granja y de pastoreo o crearon asentamientos, pueblos y ciudades. También hubo otros, poco atraídos por la idea de asentarse, siguieron a contracorriente en busca de nuevas oportunidades que la fiebre del oro pudiera traerles.
A partir de 1851, por ejemplo, cuando la fiebre del oro pasó a Australia, unos 10.000 buscafortunas dejaron América del Norte para deambular hasta las colonias británicas en las Antípodas junto a otros buscadores de oro de todo el mundo.
El oro y la historia mundial
El descubrimiento del metal precioso en la mina de Sutter en enero de 1848 fue un punto de inflexión en la historia del mundo. La fiebre del oro dio un nuevo rumbo a la comunicación y al transporte, acelerando y expandiendo el alcance de los imperios estadounidense y británico.
Fue el despertar de los cables de telégrafo, de los barcos de vapor y de las vías de tren, haciendo que algunos pueblos que no eran más que pequeños puertos pasaran a convertirse en metrópolis internacionales para el paso de bienes e inmigrantes (como fue el caso de Melbourne o San Francisco) y algunos pueblos y asentamientos de interior pasaron a convertirse en ciudades de forma instantánea (como Johannesburgo, Denver y Boise).
Este desarrollo estuvo acompañado de un aceleramiento en la movilidad (de bienes, de gente y de crédito), haciendo que crecieran los temores de la clase media ante la inminente pérdida de sus convenciones sobre los valores de respeto y domesticidad.
Pero las nuevas conexiones globales del oro también trajeron consigo nuevas formas de destrucción y de exclusión. Las oleadas humanas, económicas y culturales que pasaban por las regiones del oro podían ser profundamente destructivas para los indígenas y para otras comunidades locales, así como para el medioambiente de la región del que dependían sus vidas materiales, culturales y sociales. Muchos de los entornos medioambientales del mundo se han visto transformados por la fiebre del oro en forma de excavaciones, montañas de desperdicios o reconfiguración de los ríos.
Ya en 1849, la revista Punch describía el espectáculo de la tierra siendo vaciada por las minas de oro. En las "regiones icticerias de California", satirizaba la revista londinense: "La corteza terrestre ya es casi inexistente... Aquellos que quieran recoger los restos tienen que dirigirse de inmediato a California". Como resultado, parecía que el mundo se iba a salir de su eje.
En Estados Unidos y en otros países, tanto los académicos, como los comisarios de museos y muchos historiadores expertos en familias nos han enseñado que, a pesar de la abrumadora mayoría de varones en las regiones del oro, no deberíamos considerar esta historia como una historia de "hombres blancos". Solamente los mineros chinos constituían más del 25% de los buscadores de oro en todo el mundo, conviviendo con los mineros blancos, así como con mujeres, indígenas y otras minorías. Esta mezcla de población es necesaria para poder entender la fiebre del oro.
La fiebre del oro en la actualidad
La fiebre del oro no es un mero acontecimiento histórico, puesto que sus consecuencias siguen siendo relevantes en la actualidad. Los beneficios a corto plazo han causado pérdidas a largo plazo: la contaminación causada por la fiebre del oro ha sido tan perdurable como su legado cultural. La contaminación histórica ha tenido un impacto a largo plazo y tanto las agencias medioambientales como las empresas siguen teniendo que adaptarse a las consecuencias.
En la mina abandonada de Berkley en Butte, Montana, el agua está tan contaminada con metales pesados que se puede extraer cobre directamente de la misma. Las minas ilegales en la Amazonia se suman a la presión para adaptarse al cambio climático de sus delicados ecosistemas y de las comunidades más débiles.
Pero este tipo de fiebres no son raras en el mundo actual: la fracturación de gas de esquisto se parece a la búsqueda del oro. En Estados Unidos, la industria ya ha transformado la ciudad de Williston, en Dakota del Norte, donde el precio de los alquileres está por las nubes y la ciudad se moderniza a ritmo frenético con una población dominada por hombres jóvenes: las mismas características que una ciudad durante la fiebre del oro.
En septiembre del año pasado, el Wall Street Journal publicaba que una nueva fiebre del oro había comenzado Texas: en este caso se trata de la arena, puesto que contiene un componente esencial en la elaboración de muchos componentes de uso cotidiano y para su extracción hace falta perforar en la roca. Como consecuencia la comunidad local ha reaccionado contra la contaminación producida por el fracking de las aguas subterráneas.
El mundo de la fiebre del oro no se trata de una época lejana que solamente les interesa a los historiadores. Para bien o para mal, estas fiebres son fundamentales para entender los cambios económicos, industriales y medioambientales que dan forma a nuestro planeta en la actualidad.
Una versión anterior de este post fue publicada en mayo de 2018.
Imagen: GSV/Flickr
Autores: Benjamin Mountford y Stephen Tuffnell. Ambos han escrito una colección titulada Una Historia Global de las Fiebres del Oro (A Global History of Gold Rushes) que publicado por University of California Press.
Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation. Puedes leer el artículo original aquí.
Traducido por Silvestre Urbón.