Las pandemias y los desastres naturales causan dolor y sufrimiento a millones de personas en todo el mundo y pueden poner en tela de juicio las bases de nuestras creencias, especialmente para aquellas personas que creen en un dios justo y omnisciente. El terremoto de Lisboa de 1755, por ejemplo, hizo que muchas personas cuestionaran su fe, e incluso Voltaire se preguntó hasta qué punto el mundo en el que vivimos es el mejor mundo posible.
Cuando la gripe española sacudió al mundo en 1918, algunos optaron por ver la pandemia como un castigo divino por los pecados de la humanidad y buscaron su salvación en la oración, en vez de acudir a la ciencia. Un caso célebre fue el del Obispo de Zamora, quien se opuso a las exigencias de las autoridades de cerrar las iglesias e insistió en la celebración de misas y procesiones.
Desde un punto de vista teológico, los desastres naturales y las pandemias hacen que se recupere el conflictivo "problema del mal" en filosofía. Esta es la explicación del filósofo Galen Strawson sobre dicho problema:
Podemos, por ejemplo, saber con certeza que el dios cristiano no existe según la definición estándar: un ser omnisciente, omnipotente y totalmente benevolente. La prueba de ello está en la Tierra, un lugar lleno de un sufrimiento extraordinario... Creer en un dios semejante, aunque sea algo excepcional, es profundamente inmoral. Se desprecia la realidad del sufrimiento humano o incluso cualquier sufrimiento intenso.
Pero supongamos que la persona que fue directamente responsable de la creación del mundo no fue el mismísimo Dios, sino un ser mucho menor y nada infalible; alguien más parecido a un ingeniero o a un científico de a pie, o incluso a un director de cine o a un diseñador de videojuegos. Supongamos además que las enfermedades y los desastres que podemos encontrar en el mundo son el resultado de decisiones de concepción, tomadas libremente por dicho diseñador de mundos que no es divino.
Puede parecer algo fantásticamente inverosímil, pero en el mundo de la física se están desarrollando este tipo de teorías a medida que los científicos trabajan en las complejas operaciones matemáticas detrás de los "universos de bolsillo" creados en laboratorio y los líderes tecnológicos, como Elon Musk, exploran el potencial de las interfaces capaces de conectar cerebro y las máquinas.
También hay que tener en cuenta que si este fuera el caso, para muchos teístas ya no se podría culpar a Dios de gran parte del sufrimiento que existe en la Tierra y el problema del mal estaría en gran medida resuelto.
¿Por qué? Pues porque para los teístas los seres humanos son criaturas de un tipo muy especial: gracias al libre albedrío que nos ha otorgado Dios, tenemos la capacidad de elegir si actuamos bien o mal. En general, Dios no interfiere en dichas decisiones o sus consecuencias. Si una persona libre actúa de forma atroz (cometiendo un asesinato, una violación o un genocidio) el "mal moral" resultante debería ser enormemente lamentado, pero no se debería culpar a Dios. La culpa recae en su totalidad en la persona que eligió libremente actuar de dicha manera.
Moralidad y los males naturales
La moralidad y el libre albedrío están profundamente entrelazados. Si una persona hace algo muy malo, no es moralmente culpable si actuó de dicha manera bajo los efectos de la hipnosis o si le lavaron el cerebro. Del mismo modo, si una persona realiza una buena acción (como puede ser dar de comer a un niño hambriento), pero solamente porque alguien le apuntaba con una pistola en la cabeza para que lo hiciera, moralmente no es una acción digna de elogio.
La mayoría de los creyentes religiosos sostienen que las personas son capaces de tomar decisiones libremente. También creen que cualquier persona que elija hacer lo correcto puede esperar la recompensa de Dios, mientras que los que hagan el mal deberían contar con ser castigados por ello. Para que esta idea sea posible, no solamente es necesario que Dios otorgue a las personas el libre albedrío, sino que también tiene que permitirnos llevar a cabo esos actos que hemos elegido realizar libremente, incluyendo las malas acciones.
Esta "solución del libre albedrío" para el problema del mal ha sido un fundamento de la teología incluso antes de que San Agustín la redactara hace más de 1.500 años. Desde la perspectiva teológica, los llamados "males naturales" plantean un problema mucho más espinoso. Entre los males naturales se incluyen todos los tipos de sufrimiento causados por enfermedades, terremotos, e inundaciones, así como la agonía sufrida por los animales. Según la interpretación normal, dichas fuentes de sufrimiento no son males morales, puesto que no son el resultado de acciones humanas del libre albedrío.
De ahí el problema que dichos males plantean para cualquier persona que crea que Dios creó nuestro mundo: ¿Acaso un creador verdaderamente todopoderoso, omnisciente y benevolente no hubiera hecho un trabajo mucho mejor? De hecho no debería haber sido tan difícil para Dios asegurarse de que en el mundo existan muchos menos males naturales: solamente ajustando un poco el ADN humano nos hubiera dado inmunidad al cáncer, otro pequeño ajuste nos proporcionaría inmunidad a los virus y, a la hora de diseñar los animales, un dios todopoderoso no hubiera necesitado depender del increíblemente lento e imperfecto método de la evolución por selección natural, un proceso que inevitablemente implica grandes cantidades de dolor y sufrimiento.
Por otro lado, si el creador de nuestro mundo no era todopoderoso, ni omnisciente ni tan bueno como hubiera sido posible, entonces no debería sorprendernos que estemos viviendo en el tipo de mundo que tenemos.
Realidades y burbujas alternativas
En cuanto a por qué deberíamos tomarnos en serio la idea de que puedan existir "diseñadores de mundos" que no son para nada divinos, podemos encontrar bastantes teorías al respecto en la ciencia, la ciencia ficción y la filosofía.
Entre los obstáculos a los que se tuvo que enfrentar el CERN a la hora de construir el Gran Colisionador de Hadrones (esa máquina gigante que descubrió el bosón de Higgs en 2012) estaba el persuadir a una población preocupada ante la idea de que el funcionamiento del colisionador pudiese crear un mini-agujero negro que pudiera escaparse de los confines del laboratorio y pasar a consumir todo el planeta. Aunque no había ningún peligro real de que se produjera tal situación, tales preocupaciones no eran del todo infundadas.
Ya en los años 80 y 90, Alan Guth y Andrei Linde (respetados físicos y pioneros de la cosmología inflacionaria, ampliamente aceptada en la actualidad) plantearon la posibilidad de que los científicos podrían ser capaces en un futuro próximo de crear universos "de burbuja" o "de bolsillo" en el laboratorio. Inicialmente submicroscópico, un universo de burbuja recién creado se expande rápidamente y no tarda en constituir un cosmos a gran escala por sí mismo. Estos nuevos universos crearían su propio espacio y tiempo a medida que crecen, por lo que no ocuparían espacio en nuestro mundo y no supondrían ninguna amenaza para nuestras vidas.
La energía detrás de la expansión de los universos de bolsillo tal y como han sido concebidos deriva del mismo campo de inflación que los cosmólogos consideran como responsable de una expansión explosiva de nuestro propio universo que tuvo lugar poco después del big bang. Durante ese breve periodo de tiempo, la escala de expansión del universo fue descomunal, haciéndose trillones de veces más grande en poco más de un instante Sin embargo, dado que la energía negativa cancela perfectamente la energía positiva de la materia que se está creando, no se infringen las leyes de conservación de la energía. Tal y como le gusta señalar a Alan Guth, en un mundo en el que nada sale gratis, el universo sería la excepción.
Desde entonces se han propuesto varios métodos para crear universos en el laboratorio, incluyendo comprimir unos pocos gramos de materia ordinaria en un volumen muy pequeño con el fin de crear pequeños agujeros negros y formar monopolos magnéticos estables para crear estructuras espacio-temporales exóticas. Controlar con precisión las leyes físicas que gobiernan los universos creados por estos métodos no será fácil, pero los físicos no descartan la posibilidad de afinar sus constantes físicas básicas para hacer que puedan ser capaces de albergar las complejas estructuras necesarias para la vida.
Incluso si para crear tales universos hacen falta conocimientos y tecnología de los que no disponemos en la actualidad, una civilización científicamente más avanzada podría fácilmente cumplir con esos requisitos. De ahí la genial ocurrencia de Andrei Linde: "¿Significa esto que nuestro universo fue creado, no por diseño divino, sino por un hacker experto en física?"
La teoría de la simulación
Sería una posible forma de crear todo un universo, pero también hay otras. Quizás en realidad los humanos somos todos personajes viviendo dentro de algo parecido a un gigantesco videojuego online en modo multijugador ejecutado en un ordenador superpoderoso.
A finales del siglo XX, escritores de ciencia ficción como Iain M Banks Greg Bear y Greg Egan ya habían comenzado a explorar las posibilidades ficticias de las realidades virtuales generadas completamente por ordenador con una profundidad y detalles impresionantes. Los habitantes de dichos mundos podrían parecer tener cuerpos y cerebros físicos ordinarios, pero como todo lo demás en estos universos, sus cuerpos y cerebros serían virtuales en lugar de físicos, existiendo solamente como un conjunto de datos que fluyen a través de las entrañas de un ordenador.
TRON, la producción de Disney de 1982, fue una de las primeras películas donde se mostraba un mundo virtual generado por ordenador. Los protagonistas humanos se convierten en datos (o "se digitalizan") mediante un rayo láser especial que les permite embarcarse en aventuras en una realidad virtual digital. Las innovadoras imágenes generadas por ordenador de la película pueden resultar poco llamativas en comparación con los estándares actuales, pero son mucho más sofisticadas que las del primitivo videojuego PONG, una de las principales inspiraciones de la película.
En 2003 el filósofo Nick Bostrom publicó su polémica teoría de la simulación, según la cual no sólo los mundos virtuales al estilo de TRON son perfectamente posibles, sino que existe una probabilidad significativa de que estemos viviendo en uno de esos mundos. La sorprendente conclusión a la que llega Bostrom se basa en algunas suposiciones nada inverosímiles sobre la capacidad de cálculo que probablemente vayan a tener los ordenadores en el futuro (realmente inmensa, por lo visto).
Si realmente existimos dentro de una simulación por ordenador, teniendo en cuenta que todos somos conscientes (al menos cuando estamos despiertos) sería posible que un ordenador genere el tipo de experiencias que estamos viviendo ahora mismo. Si para que exista la conciencia hiciera falta un cerebro biológico, la teoría de la simulación de Bostrom nunca podría llevarse a la práctica. Sin embargo, los escritores de ciencia ficción no fueron los únicos a los que les marcó la llegada de los ordenadores.
En los años 70 y 80, un número cada vez mayor de filósofos se convencieron de que la mentalidad consciente no es de carácter esencialmente biológico. Las consignas del tipo "la mente es al cerebro lo que el software es al hardware" parecían muy plausibles, no solamente para los filósofos, sino también para los psicólogos y los neurocientíficos. Si la mentalidad fuera básicamente una cuestión de flujo de información (como sugería la analogía informática), entonces cualquier cosa podría poseer una mente siempre que pueda procesar la información de forma correcta y los ordenadores parecían ser tan adecuados para dicha tarea como un cerebro biológico.
También se pueden crear formas menos radicales de mundos virtuales y las películas de Matrix son un ejemplo muy conocido. En este escenario la mayoría de los humanos se encuentran viviendo en algún lugar que parece similar a la Tierra contemporánea, pero en realidad todo su entorno es una alucinación masiva común: un mundo totalmente virtual creado por un poderoso ordenador conectado al cerebro de las personas a través de una interfaz neuronal. Sin embargo, el mundo virtual parece tan real como el nuestro.
También existe la posibilidad de crear variantes de este tipo a menor escala. En lugar de que toda una población planetaria esté conectada simultáneamente al mismo mundo virtual, solamente lo estarían unas pocas personas. Puede que seas un académico del siglo XXII, disfrutando de una lección virtual suministrada a través de una diminuta pero muy sofisticada interfaz neuronal, pasando un poco de tiempo aprendiendo sobre lo que era ser una persona a principios del siglo XXI con una vida perfectamente ordinaria. En aproximadamente una hora, termina tu lección y tu versión del siglo XXI llega a su fin.
¿Un videojuego? ¿En serio?
Una interfaz de ordenador conectado al cerebro al estilo Matrix sería capaz de controlar cada aspecto de la conciencia sensorial de un sujeto hasta el más mínimo detalle. De lo contrario, no sería capaz de proporcionar una experiencia de realidad virtual totalmente real en la que se incluya la visión, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. No existe nada parecido a este tipo de tecnología en la actualidad, pero hay bastantes razones para creer que en principio es posible y ya se está avanzando rápidamente al respecto.
La Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa del Pentágono (DARPA, por sus siglas en inglés) saltó a los titulares en el año 2017 cuando una de sus interfaces neuronales permitió a una mujer paralítica controlar un avión en un simulador de vuelo. Más recientemente, la empresa Neuralink de Elon Musk anunció que había diseñado un robot neuroquirúrgico capaz de insertar 192 electrodos por minuto en el cerebro de una rata sin provocar hemorragias. Se espera que los experimentos en humanos comiencen pronto.
La ciencia y la tecnología necesarias para llevar a cabo este tipo de creación de mundos serán más avanzadas que cualquier otra cosa de la que disponemos en la actualidad, pero no tan lejos como podría parecer. Se trata de una tecnología que razonablemente podríamos esperar desarrollar aproximadamente de aquí a un siglo, o incluso antes.
En cualquier caso, las capacidades de estos creadores de mundos evidentemente están muy por debajo de las capacidades del dios omnisciente, omnipotente y totalmente benevolente del teísmo tradicional. Teniendo en cuenta las muchas y diferentes imperfecciones de nuestro mundo, de haber un creador, parece ser más razonable pensar que su procedencia no sea divina. La duda es si se parecería más al hacker experto en física de Andrei Linde o a los programadores de realidad virtual de Nick Bostrom.
Asumir esta hipótesis no significa que el dios teísta sea completamente redundante, ni mucho menos. Los teístas todavía pueden creer que Dios es la fuerza definitiva detrás del cosmos. Puede que fuera Dios quien situó al cosmos en el plano de la existencia, dotándolo de las leyes físicas que permitieron a sus habitantes no divinos desarrollar la capacidad de actuar como creadores de mundos de propio derecho, con todas las responsabilidades morales que eso conlleva. Aunque (en la actualidad) no haya manera de averiguar cómo era ese mundo creado por la divinidad, podemos estar seguros de una cosa: si estuviera mejor diseñado, tendría muchos menos males naturales de los que hay en este mundo, y por tanto, mucha menos muerte y sufrimiento.
¿Pero acaso un dios benevolente permitiría a personas menos divinas crear sus propios mundos? Existe al menos una razón de peso para pensar que lo haría. Al igual que nos ha demostrado la historia reciente (solamente hay que pensar en el sufrimiento resultante de las acciones de Hitler, Stalin o Mao), Dios concede a las personas una gran libertad de acción a la hora de tomar decisiones que tienen consecuencias horribles para millones de hombres, mujeres y niños inocentes.
El problema del mal ha acompañado a las religiones monoteístas desde sus comienzos y la idea de extender la solución del libre albedrío para que abarque el mal natural siempre ha estado ahí. Sin embargo, hasta hace muy poco, era casi imposible tomar en serio la idea de que cualquier otra cosa que no fuera un ser con poderes sobrenaturales pudiera crear un mundo como el nuestro. Ya no es el caso.
Fotos: AP Photo, Maurizio Pesce.
Autor: Barry Dainton, Profesor de filosofía por la Universidad de Liverpool.
Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation. Puedes leer el artículo original aquí.
Traducido por Silvestre Urbón.