Como cada año por estas fechas, Barcelona se engalana (y blinda) para recibir a la élite tecnológica mundial. El Mobile World Congress transforma la ciudad en epicentro de la innovación por unos días, pero esta fiesta anual esconde una paradoja cada vez más acentuada: somos los anfitriones de una conversación en la que apenas participamos.
La coreografía se repite. Los gigantes tecnológicos (tantos estadounidenses como siempre, tantos chinos como nunca) ocupan los espacios principales del recinto. Muestran sus innovaciones mientras Europa mira desde la grada, aplaudiendo educadamente y tomando nota sobre qué tendencias cincelarán el futuro, a ver qué puede hacer.
Un futuro que otros están diseñando.
Telefónica u Orange tienen su espacio, cierto. También Ericsson, Deutsche Telekom o T-Mobile. Pero las voces que suenan de verdad en los pabellones son las de Qualcomm, Huawei, Samsung, Oppo, Honor, Lenovo... Y mención aparte para el gran imán de atención de este año, Xiaomi y su SU7 Max.
Esta asimetría refleja una transformación que ha ocurrido poco a poco pero ha dejado un cráter. En menos de dos décadas, Europa ha pasado de ser protagonista (Siemens, Nokia, Ericsson, Alcatel) a convertirse en un mercado de consumo sofisticado, por decirlo de alguna forma.
El stand de Nokia, de hecho, es una metáfora perfecta. Es un entorno corporativo que compensa con colores flúor el gris ejecutivo que abunda en su espacio. Ejecutivos que hablan de infraestructuras mientras el fantasma del gigante que durante lustros definió la telefonía móvil se desvanece entre corbatas. Tiene otro logo, tiene otra historia.
Del icónico 3310 al networking, del connecting people a la supervivencia gracias a las redes. Su caída, la de un coloso que pasó a apéndice de Microsoft y luego a resurrección zombie bajo HMD, es la historia de cómo los imperios pueden evaporarse cuando confunden su dominio presente con inmunidad futura.
Hoy Nokia existe como proveedor de redes 5G, como sólida empresa B2B invisible para el consumidor que una vez la adoró. Un memento mori para Silicon Valley.

Este vacío donde antes bullía innovación europea no es solo un cambio de guardia, es una transformación gigante. Nokia representa la entrega del liderazgo tecnológico en Europa. Montamos la fiesta en la que triunfan otros. Consumimos tecnología que no creamos. Regulamos innovaciones que no lideramos. La transformación es particularmente dolorosa para España: organizamos la mayor feria tecnológica del mundo mientras nuestra participación en el desarrollo del ecosistema digital global languidece.
Tenemos a Telefónica (precisamente implorando una regulación que deje a las telecos europeas competir mejor), al pabellón España de Red.es con medio centenar de empresas locales y a una buena representación en el 4YFN, el evento de emprendimiento. Tenemos actores en el escenario, sí, pero muy pocos teniendo en cuenta que el show sucede en nuestro propio teatro.
Lo preocupante no es la ausencia de hardware español de primer nivel –a ver quién compite contra las economías de escala asiáticas–, sino nuestra falta de protagonismo en software, servicios o IA, donde las barreras de entrada son menores.
Esta paradoja del anfitrión ausente plantea preguntas incómodas sobre soberanía tecnológica. Mientras los pabellones del MWC se llenan de visitantes, nosotros asumimos el papel de espectadores, salvo honrosas excepciones que no están al nivel de los gigantes.
Que la conversación tecnológica mundial siga ocurriendo en nuestro suelo es un privilegio, pero la verdadera grandeza sería participar en ella como protagonistas, no solo como decorado de un futuro que escriben otros.
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