El primero en pensarlo (o eso creemos) fue Judah Loew ben Bezalel. La Praga del siglo XVI no era un buen sitio para los judíos. El antisemitismo era tan común como las marionetas, el cristal o el dorado de cerdo. El rabino Judah lo sabía y, como todos, había aprendido a vivir con ello. Hasta que una noche, espoleado seguramente por otro ataque sinsentido o por otra paliza en la judería, dijo basta. Se encerró en los sótanos de la sinagoga entre el barro y la Torá.
No sabemos si fue cuestión de horas, días o años. Pero, al final, la Cábala hizo su magia y la materia inerte cobró vida. Así nació el Golem, una mole antropomorfa diseñada para vengar todos los males que los bohemios infligían sobre los judíos. Era fuerte pero poco inteligente. No podía hablar y recibía las instrucciones a través de trozos de papel que debían insertarse por alguno de sus orificios. Era, esencialmente, un robot de barro.
Justicia robótica
Aunque el término lo inventaron los (también checos) hermanos Capek en los años 20 del siglo XX, la historia de la fantasía humana está llena de “robots” que satisfacen nuestras necesidades. A veces, nos hacen el trabajo duro, otras ajustician, matan o torturan. El Golem fue uno de estos últimos: una manera que tenían los débiles de imaginar una justicia que nunca acababa de llegar.
Programar esa justicia es algo bastante difícil. A medida que los robots salen de los libros de ciencia ficción y las mitologías centroeuropeas, los robots asesinos se han convertido en un tema (y muy serio) de debate. En los últimos años no nos hemos cansado de hablar de ello. ¿Cómo programamos un coche autónomo para que, ante un accidente, decida quién debe vivir o no? ¿Es seguro diseñar dispositivos militares dirigidos (al menos, parcialmente) por inteligencias artificiales? ¿Es sólo mi impresión o ese robot aspirador me mira con cara de "cualquier día hago la revolución y esto va a parecer Matrix"?
Muertes por robot
Parecen paranoias recientes, pero curiosamente las muertes reales por robots son ya "historia antigua". El año que viene cumplirán 40 años. Hasta hace poco, pensaba que el primer ser humano en morir “asesinado” por un robot fue Kenji Urada, un ingeniero japonés que trabajaba en el servicio de mantenimiento de Kawasaki. Desde luego, fue el caso que más transcendió: hasta hubo un grupo de música que se puso el nombre en su honor.
Sin embargo, no era así. El 25 de enero de 1979, Robert William recuperaba unas piezas de la fábrica de Ford en Flat Rock (Michigan) cuando un brazo robótico de una tonelada de peso le golpeó en la cabeza. No sufrió. El golpe fue tan fuerte que la muerte fue instantánea y Litton Industries, los fabricantes del robot, fueron condenados a pagar 10 millones a la familia por daños y perjuicios.
En el futuro recordaremos esa fecha como el momento en que un robot mató a un humano. Y lo hizo de la forma más prosaica del mundo. Skynet estaba equivocada: para matar a Sarah Connor no necesitaba a Terminator, solo necesitaba poner un robot de cocina en la cafetería en la que trabajaba. Así es la vida.
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