Si en el futuro, un futuro muy, muy lejano, un arqueólogo extraterrestre se pusiera a excavar en la Tierra a la caza de fósiles con los que entender a la humanidad lo más probable es que se hartase de desenterrar pequeñas esquirlas astilladas y blancuzcas. No se trataría de microplásticos. Ni cemento. Ni los conocidos como tecnofósiles. Lo que sacaría de la Tierra a paladas, cada dos por tres, serían diminutos huesos de pollo. Los restos de las cena de generaciones enteras de humanos.
Nos gusta el pollo. Y nos gusta tanto que criamos cantidades ingentes en nuestras granjas... y generamos una cantidad no menor de residuos. Hace cuatro años un grupo de investigadores se puso a echar cuentas y llegó a una conclusión sorprendente: los huesos de pollo nos sobrevivirán como civilización para acabar convertidos en un marcador de nuestro paso por la Tierra.
Ahora una startup finlandesa ha dado con una fórmula peculiar para reducir esa enorme mole de desperdicios óseos, los despojos de nuestras comidas: que nos los comamos.
No podemos negarlo: nos pirra el pollo. Los datos hablan por sí solos. Al menos en 2018 la población permanente de pollos domesticados superaba los 22.700 millones de aves. Visto de otro modo: si sumásemos los animales que tenemos repartidos por nuestras granjas y corrales en todo momento habría sobre el planeta casi tres veces más pollos que humanos.
Lógicamente, criamos tantas aves porque las comemos con mucha frecuencia. Solo en 2014 se sacrificaron alrededor de 65.800 millones, unos siete y medio cada hora. Si hace medio siglo las aves de corral constituían alrededor del 15% de toda la carne que se consumía en el mundo, hoy ese porcentaje se ha duplicado con creces hasta representar más del 36%.
Más pollos... y más grandes. Con el paso de las décadas no solo hemos ampliado nuestros corrales; también aumentamos el propio tamaño de los pollos. En 2014 un grupo de investigadores de Canadá analizó cómo habían evolucionado las aves que llegan a nuestra mesa y descubrió que, con el mismo tipo de dieta y crianza, una variedad moderna crece hasta un 364% más que otra de 1957. Con el mismo tiempo de cuidados, hoy tenemos pollos casi cinco veces mayores.
Hemos adaptado tanto las especies de engorde para se ajusten a nuestras necesidades y las exigencias del mercado que su ciclo de cría ya dura entre cinco y siete semanas. Pasado un mes y medio, de hecho, la tasa de mortalidad se dispara. “El rápido crecimiento del tejido muscular de las muslos y los senos conduce a una disminución relativa del tamaño de otros órganos como el corazón y los pulmones, lo que restringe su función y, por lo tanto, su longevidad”, apuntan los expertos.
Barata y extendida. La clave de su éxito responde —como reconoce la Organización para la Alimentación y Agricultura de la ONU (FAO)— a una combinación de tres factores: “Es asequible, baja en grasas y enfrenta pocas restricciones religiosas y culturales”. Según los datos de Statista, en España el precio medio del kilo de carne de cerdo costaba en 2020 unos 6,31 euros y el de vacuno 9,84. El dato queda muy por encima en ambos casos de los 4,48 de la carne de pollo.
La “cara B” de nuestra pasión avícola. Se calcula que si sumáramos la masa de todos los pollos de nuestras granjas superaría a la del resto de todas las aves. Esa fiebre desmedida por el consumo de alitas, muslos y pechugas se aprecia con claridad ahora. Y se apreciará aún más en el futuro.
Un artículo publicado en 2018 en Royal Society Open Science concluía que los restos de Gallus gallus domesticus dejarán una huella única de nuestro paso por la Tierra. Una de las grandes claves de ese legado fósil es donde terminan los restos: muchos acaban en vertederos, lo que altera el proceso de descomposición que experimentarían si estuvieran en la naturaleza.
¿Y si nos los comiéramos? Lo sé, dicho así, no parece muy buena idea y desde luego no suena demasiado apetitoso; pero una empresa finlandesa, SuperGround, ha llegado a la conclusión de que no sería mala idea. Su objetivo no es tanto reducir los desechos que dejamos al comer pollo, como sí encontrar nuevas fórmulas que ayuden a rentabilizar aún más su producción, reducir la huella ambiental que tiene la crianza de cada una de las aves y, de paso, contener los precios.
La idea de la startup —relata Wired— es procesar huesos con restos de carne adherida para mezclarlos luego con proteína vegetal y elaborar un combinación que se incorporara a alimentos fabricados con pollo molido, como los nuggets o albóndigas. Desde la empresa defienden que en sus alimentos "el hueso se vuelve virtualmente indistinguible de otros componentes". Ni con ayuda de un microscopio, aseguran, se apreciarían sus restos. Los nuggets y demás alimentos que se elaboran con su método incluyen, al final, entre un 5 y 30% de masa procedente de restos óseos.
Una propuesta con ventajas... Si saliera adelante la propuesta de SuperGround podría presentar ventajas importantes. Una de ellas es que ayudaría a reducir la enorme montaña de huesos que formamos desde hace décadas cada vez que nos damos un festín de alitas y muslos.
Sus impulsores señalan además que limitaría la huella ambiental de cada kilo de carne y su costo, lo que podría revertir en los precios. Si bien el pollo ha sido tradicionalmente un alimento asequible, en el sector hay voces que alertan ya de que no es inmune a la inflación o la guerra de Ucrania y de cómo, al menos en ciertos mercados, su carne podría acabar equiparándose a la de res.
...Y también retos. Para que la idea de SuperGround prospere lógicamente tendrá que superar algunos retos importantes. Quizás uno de los principales es superar las reticencias de los propios consumidores. Los huesos de pollo se utilizan ya con frecuencia en la elaboración de alimentos para mascotas y ganado, otra vía para dar salida a los desechos y evitar que acaben en los vertederos.
Imágenes: Find Mund
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