Hace tres décadas el mundo vivía cautivo de un tenso juego de ajedrez, iniciado en 1947, donde la partida sólo podía dar un resultado: tablas. Unas tablas en las que el tablero, las piezas, los jugadores y los espectadores más cercanos quedarían reducidos a la nada radioactiva tras unos cuantos miles de detonaciones termonucleares a más de 15 millones de grados Celsius: la Guerra Fría acabaría con 900 millones de personas mirando al corazón del Sol, y el único consejo que se le daba a la población es que escondiera la cabeza bajo la mesa cuando llegase el Día del Juicio Atómico.
Hasta entonces, todos los escenarios del intercambio termonuclear se centraban en lo que pasaría ese día, sin que nadie prestase mucha atención al mañana porque, total, para casi todos los implicados no lo habría: qué ciudades serían destruidas, qué regiones pasarían a ser zonas de exclusión atómicas, qué refugios subterráneos podrían resistir a la devastación. Escenarios de posapocalipsis en los que sólo se tenían en cuenta la devastación inmediata y el espectro de los roentgen.
Sin embargo, desde 1980, un grupo de científicos trabajaba sobre una hipótesis no tan espectacular pero incluso más terrible: si la URSS y EE.UU. se freían mutuamente con petardos del aliento de Godzilla, ¿qué pasaría con la ceniza y el polvo que levantaría semejante rave?
En 1984, el gran divulgador científico Carl Sagan publicó El Frío y las Tinieblas: el Mundo tras la Guerra Nuclear, donde explicaba los resultados de varios trabajos científicos, incluyendo el de su grupo TTAPS (Robert Turco, Owen Toon, Thomas Ackerman, James Pollack y el propio Sagan): un modelo meteorológico que explicaba qué pasaría con esas cantidades de hollín y polvo, en un mundo sin bomberos. Sólo considerando la mitad del arsenal nuclear de ambas potencias, el resultado era más parecido al Ragnarok nórdico que al Apocalipsis cristiano.
Las cenizas, elevadas a la estratosfera y suspendidas allí durante años, engullirían el Sol cual lobo Fenris y la muerte se pondría del lado de los vegetarianos: sin fotosíntesis, con el planeta sumido en una nueva Edad de Hielo, adiós a las plantas y, con ellas, a más del 90% de las especies. Las consecuencias a medio plazo de una Guerra Nuclear serían una extinción masiva, similar a la que hace 65 millones de años acabó con los dinosaurios y casi todo lo demás. Turco, antes de publicar el trabajo científico, acuñó lo de Invierno Nuclear.
Sagan y los suyos no eran los únicos en defender el modelo: por el lado soviético, Vladimir Alexandrov también publicó un estudio similar - más primitivo e inexacto, según Turco, pero de igual extrapolación - en 1983. Al matemático Alexandrov le cayeron por ambas partes: se le acusó de traidor, de comprado por la CIA, de publicar lo suyo al alimón con Sagan - que, antes del libro, ya se había encargado de mover su modelo climático por revistas políticas gringas - para dar alas a los pacifistas antinucleares, esa gentuza… Para, finalmente, en la gran aportación de España a la Guerra Fría, desaparecer tras una conferencia en Madrid en 1985, sin que se haya vuelto a saber de él.
Tres minutos para el Apocalipsis
El libro de Sagan inflamó aún más la paranoia nuclear. Centrémonos: son tiempos en los que un exintérprete de películas de vaqueros se sienta en el Despacho Oval, con la idea de llenar el cielo con satélites láser antimisiles; donde las fuerzas convencionales rusas se están llevando la del pulpo en Afganistán, y ambos bloques acaban de interrumpir contactos diplomáticos. La televisión norteamericana ha emitido El Día Después, de la mano del trekkie Nicholas Meyer, mostrando la devastación inmediata del Medio Oeste. Mientras, los Devo españoles, Aviador Dro, cantan a los “niños deformes montando en las motos” que apatrullarán la tierra posnuclear.
Durante el debate tras la emisión de El Día Después, Sagan - enfrentado a los secretarios de Estado Henry Kissinger y Robert McNamara - define la situación como “una habitación llena de gasolina donde dos tipos, uno con nueve mil cerillas y otro con siete mil, se preguntan quién de los dos va ganando, quién es más fuerte”. El reloj del Apocalipsis, el simbólico indicador de lo cerquita que estamos del jaque atómico, marca tres minutos para la medianoche: nunca había estado tan cerca de las uvas termonucleares desde la crisis de los misiles cubanos de 1962.
Eso sí, los modelos TTAPS y Alexandrov van calando; los rusos hasta utilizan sus propios estudios para convencer, precisamente a Castro, de que una guerra atómica es mala idea, incluso para una isla caribeña no-tan-alejada del movidón. Y ambos países se planten cambiar sus tácticas para que los bombardeos no incinerasen todo causando el cambio estacional: destrucción masiva sí, pero dentro de un orden. Mientras, el invierno nuclear se abre paso en la ficción, a manos de un equívoco de importación
Primavera Nuclear: antes, todo esto era Australia
El mayor hijo de la ficción posnuclear es el Páramo (o Yermo), un lugar ficticio que representa a todo el planeta reducido a una orografía mitad Almería mitad Soria: un desierto lúgubre donde quedan cuatro gatos y menos humanos, y bandas de macarras motorizados imponen la ley del más fuerte. Tras el invierno nuclear no hay plantas, ni agua, ni gasolina, pero sí antihéroes con chupa de cuero dispuestos a impartir justicia.
El problema es que Mad Max (George Miller, 1979) nunca fue una peli sobre la primavera nuclear, sino sobre la crisis del petróleo de 1973. Para Miller y el joven Mel Gibson, la civilización no necesitaba de bombas atómicas para irse a hacer puñetas, sino que bastaba con la ausencia de gasofa para sacar el dominguero interior del inconsciente colectivo. Lo que pasa es que los paisajes australianos de la película - ausentes de vida vegetal, de animales, de grandes ciudades, pero repletos de cazurros ultraviolentos - fueron asimilados por el público continental como el resultado de una guerra atómica: un poco lo opuesto a lo que ha supuesto El Señor de los Anillos para Nueva Zelanda.
Miller, por supuesto, abrazó el concepto para las secuelas porque para qué hacerle ascos a la taquilla, desarrollando el subgénero y abriendo las puertas a una sartenada de xploitations que demostraba que, tras el invierno nuclear, todo lo que nos esperaba era el mundo de Conan. Ya fuera con los robots de Terminator (James Cameron, 1984) a la cabeza - todos los hombres del mañana viviendo bajo tierra sin un rayo de sol - o mezclándolo con el kung fu más desmadrado (el de El Puño de la Estrella del Norte, un manga que ponía a Bruce Lee vestido de Gibson en mitad del Páramo).
Durante una década y media, mientras la URSS se desmoronaba y la caída del Muro alejaba el fantasma nuclear, casi toda la ficción futurista tenía que pasar por el filtro atómico. El cómic europeo se llenaba de ruinas-vertedero tipo Wall-E en las que clones mutantes libraban guerras infinitas (Rogue Trooper, con su hermano de editorial Juez Dredd observando el Páramo desde las murallas de Megacity One).
Hasta el otro Miller, Frank, planteaba una bomba atómica concebida para crear ella sola un invierno nuclear en Batman: El Regreso del Señor de la Noche (1986). Incluso a la pobre Ursula K. Le Guin su editor le puso una seta atómica y una solapa invernal en El Eterno Regreso a Casa (1985), sólo porque hablaba de un futuro desolado habitado por mutantes, a pesar de que la escritora declaró que aquello no tenía nada que ver con el tema.
El efecto sobre el ocio fue todavía mayor, tanto en los juegos de rol tradicionales como en los videojuegos. El peso del Páramo, posatómico o no, marcó varios manuales de reglas, extendiéndose incluso al universo de Dragones y Mazmorras (Dark Sun, uno de sus mundos, no dejaba de ser la versión Fantasy de la primavera nuclear).
Mención aparte merece Greg Costikyan: escribió el negrísimo y cachondo Paranoia, donde una IA enloquecida gobernaba a los supervivientes del invierno nuclear, así como un juego muy breve homónimo de la estación atómica, que ilustra muy bien el alcance de lo descrito por Sagan.
En videojuegos tenemos cientos de ejemplos, desde el seminal Wasteland de 1988 (literalmente: Páramo). El título de Brian Fargo, que tiene una secuela en camino financiada por Kickstarter, tendría una descendencia considerada entre lo mejorcito de la cultura interactiva: la saga Fallout (1997, 1998) de Interplay, continuada hoy por Bethesda, y en la que han pasado varios siglos desde que el invierno nuclear cubriera la tierra en algún momento de los años 50. Nuestro periplo como supervivientes de un búnker subterráneo descubriendo cómo se ha reiniciado el planeta sigue tan fresco como el primer día.
El invierno puede verse a través de las lentes de una máscara antigas en los pegatiros Metro 2033 (2010) y su secuela, basados en las novelas de Dimitri Glukhovsky, donde las salidas al exterior del gran búnker que es el metro de Moscú - así se construyó en la vida real - suponen la muerte en pocos minutos.
A la inversa, el último gran juego posapocalíptico, The Last of Us, presenta un mundo engullido por las plantas, donde el gran enemigo es una infección de hongos - que, curiosamente, serían la única fuente de sustento en un invierno nuclear -. Lo metemos aquí porque se inspira bastante en La Carretera, (Cormac McCarthy, 2006), el libro que mejor ha representado hasta la fecha (junto con la película) lo que supondría vivir en el apogeo de los años sin sol.
Un Invierno menos crudo
En La Carretera nunca se hace referencia directa a qué catástrofe ha destrozado la biosfera, pero sólo existen tres posibilidades: invierno nuclear, volcánico o de impacto de asteroide. Los dos últimos son capaces ellos solos de mandarnos al cuerno a pesar de que no haya una guerra atómica (de hecho, el último es el mayor sospechoso de la desaparición de los dinosaurios). Se cree que un invierno volcánico redujo bastante la población humana hace 73.000 años, y la última vez que tuvimos algo parecido fue en 1816: el Año sin Verano, cuando el Tambora creó un escenario gótico de luces cetrinas y bajas temperaturas. Tan gótico, que fue el año en el que se parieron Frankenstein y El Vampiro de Polidori, antecesor directo del Drácula de Stoker.
Actualmente, los modelos de invierno nuclear se han revisado para menos, aunque aún serían catastróficos: un intercambio entre India y Pakistán, los dos países más capaces de fundirse a martillazo radioactivo el día que se les crucen los cables, bastaría para sumir al resto del mundo en un añito de invierno perpetuo, cepillándose nuestro sistema agrícola y hundiendo al planeta en una hambruna que ríete tú de la irlandesa. ¿Cuándo podría pasar algo así? Mañana.
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