El pasado fin de semana el Akademik Lomonosov atracaba en el puerto ártico de Murmansk. Veinte días antes, en la víspera del inicio del trayecto que le llevaría desde San Petersburgo hasta la ciudad porturaria más importante del norte de Rusia, su inminente viaje había causado una pequeña sensación mediática. No todos los días en la historia de la humanidad se asiste a la flotación de una gigantesca central nuclear flotante. Una gigantesca central nuclear flotante rusa, para más señas.
Desde el desastre de Chernóbil, hace ya treinta años, cualquier noticia que incluya los términos "nuclear" y "Rusia" está teñida de cierto halo de inquietud. El accidente, no hace falta recordarlo, es aún hoy la mayor catástrofe medioambiental causada por la mano humana, capaz, décadas después, de despoblar miles de kilómetros cuadrados para mayor gracia de la fauna (radioactiva) local. De ahí que la mera idea de un episodio semejante en alta mar resulte tan desasosegante.
Lo cierto es que la gestación del Akademik Lomonosov ha sido tan larga como discutida. Encargado hace más de una década por la empresa estatal de energía nuclear rusa, Rosatom, la plataforma ha sufrido continuos retrasos e inconvenientes que han retrasado su construcción más de una década. A principios de este año se culminaron los últimos detalles, y hace dos semanas y media partió desde San Petersburgo, lugar de su construcción, hacia Murmansk, destino temporal del buque.
Rosatom tiene previsto que el buque pase allí varios meses mientras obtiene el uranio enriquecido necesario para poner en marcha sus dos pequeños reactores nucleares. Ambos tienen un objetivo muy sencillo: abastecer con alrededor 70 megawatios de energía a las remotas ciudades del círculo polar ártico ruso. Su punto de destino es Pevek, muy cerca del estrecho de Bering, al que llegará a mediados de 2019 arrastrado por varios remolcadores (no se autopropulsa).
Como es natural, la mera idea de que un artefacto de creación rusa cargado de combustible nuclear surque las aguas del Ártico ha provocado toda clase de airadas reacciones. Greenpeace lo ha bautizado como el "Chernóbil sobre el hielo", en un previsible ejercicio de branding. Otros han optado por compararlo con el "Titánic nuclear", resaltando lo innovador y lo grandilocuente de su empresa. En general, todos los países mínimanente cercanos a su presencia lo observan preocupados. Su aspecto oxidado y francamente envejecido no contribuyen a su buena imagen.
A priori, el Akademik Lomonosov es el primero de una larga lista de centrales nucleares flotantes que Rosatom quiere colocar en distintos puntos de los océanos para abastecer de electricidad a la inmensidad rusa. El destino del Lomonosov no es en absoluto casual: Rusia quiere jubilar una central térmica, abastecida con el muy contaminante carbón, en los alrededores de Pevek. Dado lo remoto de la localización, construir una planta allí requeriría de una inversión altísima (envío, infraestructura, personal). Rosatem recogió el guante y propuso una central nuclear itinerante.
Llevamos décadas nuclearizando el mar
Pese a que a priori el Lomonosov no se moverá podría hacerlo a lo largo de su existencia, lo que ha motivado sospechas sobre los planes rusos para extraer recursos minerales o petrolíferos en el cada vez menos helado océano Ártico. La plataforma serviría así de energía accesible a las numerosas industrias operando en la zona, despoblada y desabastecida. Rusia explica que su objetivo es seguir abasteciendo a sus remotos rincones de Siberia sin calentar aún más el planeta.
¿Pero hay tanto motivo para la preocupación? Más allá del cliché, lo cierto es que los navíos nucleares llevan surcando las aguas de todo el planeta más de seis décadas. El propio ejército ruso cuenta con una considerable flota tanto de submarinos como de rompehielos que funcionan con reactores nucleares. Ni siquiera son pioneros: fue Estados Unidos quien tras la Segunda Guerra Mundial generalizó el submarino nuclear, y muchos de ellos siguen en funcionamiento hoy.
Es decir, por más que resulte chocante, no hay nada demasiado novedoso en que lancemos cacharros propulsados con energía nuclear a los oceános. Ni siquiera cacharros rusos.
Más extraordinario es el carácter puramente productivo del Lomonosov. Hasta ahora nos habíamos acostumbrado a armas de guerra o a barcos instrumentales que se valían de la energía nuclear para funcionar. Nuestra decrépita plataforma nace y cobra todo su sentido produciendo energía nuclear allá donde para. Pero en esto tampoco es pionero (aunque sí novedoso en el contexto internacional): las centrales de energía flotantes (térmicas en su mayoría) tienen una larga tradición, y a día de hoy siguen funcionando en algunos países (como el Líbano, Ghana o Indonesia).
Su sentido es similar al del propósito planteado por Rusia: valerse de las ventajas de la deslocalización para producir energía de forma más barata en lugares en ocasiones desabastecidos. Es precisamente este carácter el que motivó la construcción y la puesta en marcha de la, hasta ahora, única central nuclear flotante de toda la historia: el Sturgis estadounidense de mediados de los años sesenta, destinado a mantener activo el Canal de Panamá.
Su historia es única en muchos sentidos, y el origen de su utilización puramente reactiva. En 1968 el lago artificial de Gatún, esencial para mantener vivo el Canal de Panamá, sufría una sequía que ponía en riesgo el funcionamiento del complejo de sistema de presas de la infraestructura. Dado que la mayor parte del conglomerado eléctrico que las operaba requería de energía hidroeléctrica, la sequía amenazaba con paralizar tan esencial vía de transporte marítima. Embarcados en plena guerra de Vietnam, los Estados Unidos no podían permitírselo.
¿Solución? El gobierno encargó la remodelación del MH-1A, un mercante de la Armada, de tal modo que pudiera transportar un pequeño reactor nuclear con capacidad para generar hasta 10 megawatios. El barco, bautizado como Sturgis, zarparía de Virginia en 1968, y abastecería de electricidad al Canal de Panamá hasta 1976. A día de hoy sigue en pie, aunque camino al desguace y tras haber perdido su reactor nuclear décadas atrás.
El ejemplo del Sturgis revela, sin embargo, que la existencia de centrales nucleares flotantes no es tan insólita como pueda parecer. Al poco de su exitoso viaje, la Public Service Electric & Gas Company de Nueva Jersey tuvo una idea similar aunque de uso eminentemente civil: ¿qué tal si colocamos una central nuclear en medio del océano, cerca de Atlantic City, y nos ahorramos gran parte de los gravosos costes de producción? El proyecto llegó a tener sus surrealistas y futuristas bocetos, pero jamás se llevó a la práctica. Hasta que llegó Rusia.
Lo singular del proyecto de Rosatom no es la propulsión de una embarcación mediante energía nuclear, ni siquiera la utilización de una plataforma para producir electricidad utilizando un reactor nuclear; lo singular reside en lo sistemático de su plan. La agencia estatal rusa quiere hacer de las centrales nucleares flotantes una política estratégica que sirva para reducir la dependencia del país de los combustibles fósiles al mismo tiempo que abasteciendo zonas remotísimas de su geografía.
La peculiar epopeya del Akademik Lomonosov es interesante por eso mismo, por representar el primer paso de Rusia hacia tan inquietante empresa. Aunque tendremos que esperar hasta 2019 para saber qué tal le está yendo.
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