Waterloo supuso el fin de Napoleón y el inicio de la leyenda. Su derrota propició la caída del mito, del general todopoderoso que logró argamasar al ejército más efectivo y letal de su tiempo y que derrotó uno a uno a todos los estados europeos que osaron anteponerse en su camino. La batalla, además, puso fin al largo periodo de conflictos bélicos iniciados por la Revolución Francesa en 1789. Tras Waterloo regresó la paz, el orden absoluto, las fuerzas de la reacción.
Aquel status quo se mantuvo incólume durante al menos medio siglo y, en el camino, cimentó el orden geopolítico mundial que sólo saltaría por los aires por obra y gracia de la Primera Guerra Mundial. Durante décadas, mirar hacia Waterloo implicaba mirar hacia el inicio del mundo cognoscible, hacia el estado de las cosas por defecto, hacia el equilibrio de poderes sociales y políticos dibujado en Viena. Era una leyenda, la última gran batalla. La última gran derrota.
¿Qué lo motivó? Quizá un volcán en Indonesia. La loquísima teoría surge de un trabajo reciente realizado por el investigador Matthew J. Genge del Imperial College londinense. En él, ilustra cómo la ceniza, el piroclasto y las columnas eruptivas de los volcanes pueden llegar tan alto como a la ionosfera. Hasta ahora, el conocimiento geológico convencional asumía que las partículas emitidas por una erupción llegaban hasta la estratosfera (50.000 metros), pero no más allá.
Genge se vale de modelos matemáticos simulados por ordenador para demostrar que la ceniza, cargada electroestáticamente, puede llegar hasta la ionosfera y alterar sus delicados equilibrios climáticos, favoreciendo una inusual formación de nubes y el desplome de las temperaturas. Es algo que hemos oído en ocasiones anteriores con motivo precisamente de la Revolución Francesa: los volcanes tienen capacidad de sobra para reventar el tiempo tal y como lo conocemos (durante un determinado periodo de tiempo). La cuestión es, ¿hasta dónde llega su influencia?
Según Genge, tan lejos como Valonia, Bélgica. Uno de los aspectos más interesantes de su trabajo es el increíble efecto perturbador que la erupción del volcán Tambora tuvo en los cruciales acontecimientos bélicos de Europa durante el verano de 1815. Como se anota desde Smithsonian, es cierto que los registros continentales apuntaron hacia dos veranos consecutivos de particular rareza: llovió más de lo habitual y las temperaturas cayeron en demasía.
Si bien sería 1816 aquel apodado célebremente como "el año sin verano", los efectos de la erupción del Tambora pudieron sentirse también en 1815. Los metereólogos británicos, por ejemplo, señalaron la sorprendente frecuencia de las lluvias durante aquel periodo estival. Y tal circunstancia se repitió a lo largo de todo el norte de Europa, incluyendo los frentes donde Napoleón, de regreso tras su breve exilio de cien días, aspiraba a revertir el orden europeo de forma definitiva.
Llueve en Waterloo, pierde Napoleón
Corría junio de 1815 y el emperador renegado, declarado un hombre ajeno a la ley por las potencias europeas, juntaba ejércitos y sumaba efectivos en la frontera norte de Francia. Bonaparte aspiraba a acabar con los pequeños ejércitos aliados, prusianos y británicos, antes de que las grandes figuras europeas aglutinaran todo el potencial de la Séptima Coalición. Por lo tanto, debía atacar de forma rápida y brutal, impidiendo a Wellington y Bülow juntar sus efectivos en el corazón de Bélgica.
El punto clave resultaría ser un pequeño pueblo a las afueras de Bruselas llamado Waterloo. Los ejércitos coaligados de Wellington (fundamentalmente efectivos británicos) y prusianos de Bülow se encontraban en el norte de Valonia, aún distantes entre sí. Napoleón provocó el repliegue de Wellington hacia las afueras de Waterloo, en torno a unos pequeños escarpes, mientras enviaba a Emmanuel de Grouchy tras varios batallones prusianos en huida aparente hacia Lieja, al este de las posiciones de Wellington. Napoleón aspiraba a aislar a los británicos.
Fue entonces cuando el volcán entró en juego: las lluvias sistemáticas de los días previos habían embarrado el campo de batalla hasta el punto de impedir el avance efectivo de Napoleón hacia las posiciones de Wellington. Los historiadores del momento y los teóricos militares apuntan y recuerdan este hecho: obligado a frenar las ofensivas contra los británicos por el barro, en espera hasta que se secara el terreno, Napoleón entregó a las tropas prusianas un tiempo crucial.
Cuando el ejército imperial inició su ofensiva, Wellington logró defender su posición durante las suficientes horas como para que Bülow, inicialmente a varios kilómetros de allí, llegara desde el flanco derecho y acabara con cualquier esperanza francesa. Las tropas napoleónicas, superadas en número y presionadas críticamente por Prusia, terminarían perdiendo la batalla. ¿La habrían ganado de no haber mediado las lluvias y el barro?
La pregunta es una incógnita que los defensores de Napoleón siempre han esgrimido a la hora de justificar su derrota. Teóricos posteriores como Carl von Clausewitz negarían la mayor, apuntando hacia los propios errores de Napoleón: su error consistió en obligar a Grouchy a perseguir a las tropas prusianas, una decisión que alejaría a sus soldados lo suficiente como para hacerlos inútiles en Waterloo ante un eventual ataque de Prusia desde el flanco. Como así sucedió. Cuando Napoleón necesitó a Grouchy para contener a Bülow, este estaba demasiado lejos.
Es posible que el volcán provocara las lluvias que obligaron a Napoleón a retrasar el inicio de sus operaciones y que fatalmente le impediría asfixiar a Wellington antes de la llegada de Bülow. Es una divertida teoría, pero poco más. A largo plazo, la posición de Francia y de Napoleón era igualmente insostenible. Su derrota en Waterloo provocaría la definitiva invasión de Francia por parte de la Séptima Coalición y el regreso al orden establecido por las fuerzas absolutistas.
Sea como fuere, la historia de Napoleón y el Tambora casa bien con otras investigadas por la ciencia histórica con anterioridad. Otros estudios, por ejemplo, apuntan al volcán Lakagígar, en Islandia, como uno de los factores remotos críticos para explicar la Revolución Francesa. Su erupción en 1783 habría provocado una serie de estaciones extremas (calor, niebla, elementos tóxicos) que habrían reventado la agricultura del continente europeo. En Francia, la escasez y el hambre posterior acumuladas durante un lustro impulsaría el descontento popular de la revolución.
Fue un factor más dentro de una amplia panoplia de acontecimientos históricos gestados en el largo plazo. La historia casi nunca tiene explicaciones tan sencillas.
El propio Tambora habría servido para toda clase de inspiraciones artísticas entre los románticos europeos entre 1815 y 1816, teniendo un papel crucial en la gestación de Frankenstein. Lo contamos en su momento: la pequeña comitiva encabezada por Mary Shelley, Lord Byron, Percy Bysshe Shelley, John Polidori se refugió en una mansión cerca de Ginebra, en Suiza, del inclemente no-verano causado por el volcán. De aquella reunión surgirían un par de clásicos de la literatura universal, destacando por encima de todos la obra de la genial Shelley.
Lo interesante de la teoría de Genge es que los efectos de los volcanes van mucho más allá de lo que solíamos asumir hasta ahora, y que su estudio ayuda a comprender el proceso. Napoleón pudo maldecir al Tambora y la lluvia, pero en su derrota influyó, ante todo, su desmedida ambición.
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