El mapa del metro de Londres de 1933 que revolucionó para siempre la cartografía urbana

A priori, los mapas deberían ser herramientas exactas para conocer la realidad. Cuanto más precisa sea una cartografía de nuestro entorno con más facilidad podremos desplazarnos sobre ella. La lógica es impecable si pensamos en el transporte a pie, el que ha definido a la humanidad durante siglos, o en el rodado, el preeminente a día de hoy. Sin embargo, lo que vale para ciertas formas de movimiento no vale para otras. Algo especialmente cierto si pensamos en un metro.

A principios del siglo XX, sin embargo, la lógica que imperaba entre los diseñadores era más o menos la misma: si queremos que la gente entienda cómo funciona la incipiente y cada vez más extensa red de estaciones de Londres, tendremos que plasmarlas sobre un plano fidedigno de la ciudad. De ahí que los planos y los diagramas originales del tube fueran tan complejos, revirados y, a menudo, poco prácticos: trataban de amoldar la realidad al mapa, y no al revés.

La historia de la cartografía urbana cambió para siempre cuando el diseño del mapa recayó sobre las manos de Harry Beck. Nacido a principios del siglo XX, cuando el metro llevaba más de tres décadas en funcionamiento, Beck había trabajado más de un lustro para el London Underground Signals Office antes de acometer en sus ratos libres la magna tarea de revisar y simplificar el mapa del metro de Londres. Su experiencia con sistemas y circuitos eléctricos le debió inspirar la tarea.

Observando las ilustraciones que predominaban anteriormente tanto en los estaciones como en los trenes es sencillo comprender por qué una mente ordenada y concienzuda como la de Beck encontró la necesidad para actualizarlas. Hasta bien entrado el siglo XX los diseñadores a sueldo de la ciudades seguían dibujando cada línea en función de la trayectoria real del tren, curvas incluidas, en ocasiones bajo una maraña de las principales calles de la ciudad. Era una visión confusa.

El primer plano del metro de Londres no se publicó hasta 1908, cuando todas las líneas fueron unificadas bajo la misma gestora. Era raro y respetaba la geografía de Londres.
Los años posteriores vieron un sinfín de mapas y modelos que rompieron con el rígido esquema inicial, aquel que respetaba las calles y la forma de Londres. Para 1926 los mapas habían empezado a romper con esta idea, especialmente por el crecimiento de la ciudad, pero seguían estando demasiado condicionados por la geografía física.

Por aquel entonces Londres estaba cambiando. La ciudad se había expandido como pocas con anterioridad a merced de la Revolución Industrial, y su expansiva naturaleza había transformado los antaños campos y granjas comunales en nuevos y atestados barrios. Aquella rápida transformación se vio acompañada de líneas de metro cada vez más largas, tanto que en muchas ocasiones alcanzaban rincones remotos de la geografía londinense, adentrándose en zonas periurbanas pobladas de forma errática y diseminada. Las paradas se hacían cada vez más distantes.

Para un diseñador esto generaba un importante problema. En el centro de la ciudad había estaciones a apenas 200 metros de distancia, pero en las afueras distaban entre sí en más de kilómetro y medio. Poco a poco, apegarse al plano físico de Londres se volvió más y más complejo: si querías ilustrar la totalidad de la red de metro tenías que aumentar la escala del mapa, lo que obligaba a empequeñecer el detalle. Fiel al plano, sí, pero poco útil para el usuario.

Ciudades grandes, mapas pequeños

A partir de la segunda década del siglo la tendencia cambió. Hasta entonces la evolución de los mapas de las líneas férreas de Londres había sido lenta, pero significativa: de los mapas individuales para cada línea, separados entre sí e incapaces de ofrecer una visión global de la red, habíamos pasado a mapas completos, demasiado detallados y repletos de colores que trataban de dibujar un plano perfecto del sistema de metro. Era hora, sin embargo, de dar un nuevo salto.

Bonitos pero extraños (1920).

El más notable de todos y el precursor inmediato del mapa de Beck lo dio George Dow, técnico y diseñador para la London and North Eastern Railway, una compañía privada que proporcionaba servicio desde la capital hasta varios pintorescos pueblos del countryside londinenese. Por su trabajo, Dow era plenamente consciente de las limitaciones de ceñirse a un mapa realista: sus trenes recorrían muchos más kilómetros que los del metro, por lo que requerirían de cartografías más grandes.

En su lugar, Dow hizo algo que a la postre resultaría revolucionario: pasar olímpicamente de la topografía. Sin interés alguno en contarle a su audiencia las infinitas curvas que tendrían que recorrer sus trenes para llegar de un punto a otro, el diseñador optó por realizar un diagrama en el que cada parada estaría relativamente equidistante la una de la otra. Del ramal principal partirían otros, siempre en línea recta, en los que se podrían leer claramente los trasbordos y variantes.

Beck se pasó el juego en 1933.

Aquel mapa llegó a los trenes de la LNER en 1929, dos años antes del hallazgo de Beck y cuatro antes de que comenzara a repartirse dentro del metro de Londres. El diagrama de Dow no está exento de problemas (los nombres son muy pequeños en ocasiones, por ejemplo), pero sirvió para aunar las propuestas más radicales y underground que hasta la fecha habían planteado (sin éxito) otros ilustradores, cartógrafos y diseñadores. Por primera vez, priorizó informar con eficiencia.

Quizá conocedor del trabajo de Dow, Beck hizo lo propio cuando se puso manos a la obra. En su cabeza sería más importante explicarle a un transeúnte cómo llegar del punto A al B de la forma más eficiente que incluir absurdos detalles sobre el trazado de las líneas férreas o sobre las calles superficiales de Londres. Para ello, Beck dispuso todas las estaciones de forma equidistante y redujo el trayecto de cada línea a rectas interminables donde la geografía se plegaba a la necesidad de comunicar con efectividad, de forma rápida y simple, las virtudes del metro.

Se sabe que la propuesta de Beck fue recibida con escepticismo por el Metro de Londres, pero que diversas pruebas en cerrado con grupos de control mostraron el enorme éxito de su propuesta. Al fin y al cabo, resultaba que los londinenses estaban más preocupados por un diseño útil que por desentrañar la maraña de líneas confusas y trasbordos ininteligibles sobre un mapa fiel a la realidad. Cuando las nuevas cartografías entraron en circulación, en 1933, se quedaron para siempre.

Dow sabía lo que se hacía.

El diseño de Beck tuvo también un carácter psicológico. Como se explica en The Verge, el carácter convexo de su mapa hizo que las estaciones más lejanas parecieran más cercanas al centro de Londres de lo que en realidad eran. Dado el carácter accesorio y residencial de muchos de los suburbios, anexos al crecimiento expansivo de la ciudad, el mapa logró acercar a sus residentes al corazón de Londres: mostró hasta qué punto era sencillo (y rápido) llegar allí, por lo que incentivó su uso.

El éxito de Londres fue tan redondo que poco a poco todas las demás redes de metro del planeta adoptaron su mismo aspecto. Las ideas de Dow y Beck lograron aunar cartografía y diseño para mejorar el modo en el que los viajantes se desplazaban de un lado a otro de la ciudad. La información hoy se lee de forma sencilla y rápida en una estación de metro, lo que facilita nuestro día a día en el gran teatro de las megalópolis. Fue una idea simple, pero transformadora.

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