No, Hillary Clinton no es la primera mujer candidata a la presidencia de EEUU

Por más que Bernie Sanders se aferre a la carrera para la nominación, las matemáticas son inexorables: Hillary Clinton ha obtenido virtualmente el apoyo de la mayor parte de las élites y del electorado demócrata, y será la candidata del partido y la rival de Donald Trump en las próximas elecciones de noviembre. Es un hecho singular e histórico: es la primera mujer con opciones (muy serias) de llegar a la Casa Blanca. Pero no se trata de un hecho aislado: Hillary Clinton no es la primera mujer que se presenta como candidata a la presidencia de Estados Unidos (aunque eso de igual).

Sí es la primera en hacerlo desde un gran partido. Históricamente, el sistema político estadounidense se ha dividido en torno a dos partidos: el republicano y el demócrata. No ha sido siempre así. Y aunque hay episodios históricos singulares donde tres fuerzas políticas han luchado por obtener votos electorales para ganar la presidencia (la última vez que tres candidatos los obtuvieron fue en 1912, de la mano del irrepetible Theodore Roosevelt), el resto de partidos se han visto relegados a los márgenes invisibles del tablero político. Lo que no significa que hayan dejado de existir o funcionar. Y es aquí donde el récord de Hillary queda difuminado: hay mujeres presentándose a la presidencia desde 1872.

Victoria Woodhull, la pionera sin votos

El primer honor corre a cargo de Victoria Woodhull, una auténtica pionera de los derechos de la mujer. En 1872 presentó su candidatura como líder del partido Equal Rights Party, culminación por aquel entonces de décadas de luchas feministas e igualitarias en Estados Unidos. Woodhull tenía menos de la edad exigida por ley para presentar una candidatura presidencial (35) y no obtuvo ningún voto electoral (y hay dudas sobre cuántos votos populares obtuvo), pero su paso al frente puso de manifiesto el progresivo crecimiento del movimiento sufragista y feminista en el país. Cincuenta años antes de que el voto femenino se extendiera a todos los estados federados.

La primera: Victoria Woodhull.

Su historia, trufada de polémicas y supuestos escándalos, es fascinante: Woodhull hacía apología del amor libre, era una activista radical y muy visible dentro del panorama político estadounidense y ni siquiera hubiera tenido la oportunidad de votar por sí misma (las mujeres, al parecer, podían disfrutar del sufragio pasivo, pero no del activo). Doce años más tarde, el mismo partido (renombrado ahora como National Equal Rights Party) volvería a presentar a una mujer como candidata a la presidencia: Belva Ann Lockwood (repetiría en 1888). A ella le corresponde el honor de aparecer en papeletas oficiales por primera vez.

Y después, casi cien años sin mujeres candidatas

Woodhull y Lockwood no serían emuladas hasta varias décadas después. En 1920 las mujeres obtienen el derecho a voto, pero en ningún caso acceden a las élites de los dos grandes partidos dominadores de la política estadounidense, el republicano y el demócrata. No sería hasta veinte años más tarde, en 1940 y ya en plena Segunda Guerra Mundial, cuando Gracie Allen, una comediante enrolada en el partido ficticio Surprise, haría de su candidatura presidencial una gigantesca broma final, una nota al pie en la histórica lucha femenina por romper el techo de cristal. Antes de ella, el desierto.

Jill Stein, la mujer que, hasta la fecha, más votos ha obtenido en unas elecciones presidenciales estadounidenses.

Y después prácticamente también. El siguiente intento serio de acceder a la presidencia de Estados Unidos por parte de una mujer corre a cargo de Charlene Mitchell (la primera afroamericana), ya en 1968 (prácticamente una centuria después del intento de Woodhull). Mitchell, aún viva, se presentaría en representación del Partido Comunista de Estados Unidos, con el previsible éxito: sólo accedió a las papeletas y a las urnas electorales en dos estados, y recibiría apenas un millar de votos. Fue la primera candidata moderna.

Desde entonces, todos los ciclos electorales contarían con mujeres presentando sus candidaturas (siempre desde un partido minoritario, siempre sin votos electorales). En 1972 sería el Socialist Workers Party quien presentaría a Evelyn Reed y Linda Jenness; en 1976, el People’s Party con Margaret Wright; en 1980, Ellen McCormack, Maureen Smith y Deirdre Griswold (cada una desde un partido diferente); en 1984, Sonia Johnson y Gavrielle Holmes; en 1992, Lenora Fulani, Helen Halyard, Isabell Masters y Gloria La Riva; y así cada cuatro años. Ninguna superaría los 100.000 votos populares (el mejor resultado fue el de Linda Jenness en 1972, con 80.000). Eso cambiaría en el siglo XXI.

El Partido Verde y, al fin, Hillary

La barrera se traspasaría con el Partido Verde. El que ha sido el tercer partido más consistente de las últimas décadas (y determinante en la carrera presidencial del año 2000, por cierto) acudiría a las urnas con Cynthia McKinney en 2008 (y con Rosa Clemente como candidata a la vicepresidencia), aglutinando 161.797 votos. Cuatro años más tarde, Jill Stein rompería todos los registros y culminaría la que, hasta este año, ha sido la mejor actuación electoral de una mujer en las presidenciales de Estados Unidos: 468.907 votos populares (pero ninguno electoral). Pero las mujeres sólo habían tomado los partidos diminutos, casi irrelevantes. Hillary Clinton está a punto de cambiarlo todo.

Y por eso da igual que no sea, en rigor, la primera mujer en presentarse a las presidenciales. En noviembre, Clinton contará con el apoyo de decenas de millones de estadounidenses, convirtiéndose, quizá, en la primera mujer en acceder a la jefatura de estado de la primera democracia de la historia. Es un hecho extraordinario que dice tanto de ella como talento político como del progresivo cambio de mentalidad que la sociedad estadounidense ha acometido durante las últimas décadas (más aún si se impone a alguien como Trump). Hillary ha logrado tomar un partido mainstream, liderarlo y, quizá, conducirlo hacia la victoria. Hasta ahora, el poder había sido masculino.

Hillary no es la primera. Obviamente es la más importante.


Imagen | Julie Jacobson/AP Photo, Gage Skidmore

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