De forma extremadamente alemana, significa "su propio gris" o "gris intrínseco"
El alemán es una de las lenguas más fascinantes del continente europeo, en especial si excluimos todas aquellas provenientes de ramas no indoeuropeas. Su gramática permite la formación de largas y abigarradas palabras, todas ellas compuestas por una primaria y otra determinante. Así, la lengua germana ha legado al mundo conceptos tan proverbiales como zeitgeist o blitzkrieg, capaces de resumir en un suspiro ideas mucho más complejas.
Idioma maleable donde los haya, se presta a multitud de creaciones e innovaciones, siendo un patio de recreo para pensadores y científicos de toda clase. Así, si Einstein ideó gedankenexperiment, el psicólogo decimonónico Gustav Theodor Fechner tuvo a bien bautizar aquello que nuestros ojos observaban cuando permanecían cerrados, un color hoy catalogado en HTML como #16161d: Eigengrau.
Su formulación, como se explica aquí, es simple: Eigengrau significa literalmente "su propio gris" o "gris intrínseco", la completa oscuridad a la que se asoma nuestro ojo ocular cuando dejamos caer los párpados. Se trata de una definición en cierto modo precisa. Lo que observamos cuando cerramos los ojos no es negro, un color mucho más esquivo de lo que aparenta en la naturaleza, sino un gris repleto de motas o destellos brillantes.
Fechner, uno de los pioneros en su campo y el padre de la psicología experimental, encontró en su lengua materna (el alemán de Sajonia, por aquel entonces, 1801, aún parte del Sacro Imperio Germánico), la flexibilidad sintáctica suficiente como para alumbrar el Eigengrau. "Eigen" se traduce como "luz propia", mientras que "grau" significa simple y llanamente "gris".
La sugestión tiene un elevado carácter poético, muy dado al alemán. "Eigen" denota el valor intrínseco, por sí mismo, del gris que contemplamos al cerrar los ojos. Se trata del color al que nuestro cerebro recurre automáticamente cuando no tiene nada que observar, una gama cromática autogenerada por nuestros nervios oculares. Es el color de la nada, y por tanto de todo aquello que existe cuando la vida se extingue.
"Eigen" tiene muchos otros usos dentro del alemán. "Eigenwärme" hace referencia a nuestro calor corporal, generado por nuestro propio organismo; "Eigentor" habla de nuestras metas vitales, fijadas por nosotros mismos; y "Eigenliebe" se traduce como "amor propio". El Eigengrau se convierte así un color filosófico, un acompañamiento perpetuo que aparece allí cuando deseamos cerrar los ojos al mundo. Literalmente.
¿Lo vemos realmente?
Es un buena pregunta. En realidad observamos algo muy similar y de parejas tonalidades, pero no un color monótono y opaco como el que reproducen los códigos HTML. Baste cerrar los ojos para comprobarlo: allá donde antes había formas, figuras y colores aparece un conglomerado indefinido destellos, estrellas y formas geométricas que se reproducen de forma aleatoria sobre un fondo oscuro.
El Eigengrau, pero también los fosfenos.
Lo que sucede cuando bajamos los párpados ha sido objeto de apasionantes investigaciones científicas. La palabra "fosfenos" es en sí misma otro préstamo de una lengua extranjera, en este caso el griego antiguo, donde "phos" significaba "luz" y "phainein", "mostrar", y hace referencia a los pequeños puntos de luz que contemplan nuestros globos oculares cuando la luz real ya no llega hasta nuestros ojos.
¿Por qué suceden? Por culpa de nuestro cerebro. Nuestro espectro visible está compuesto por fotones de luz que, una vez captados por los ojos, un sistema de lentes y nervios entrelazados, llegan a las neuronas de nuestro cerebro. Su tarea es crucial, dado que transforman la luz en formas y colores, posteriormente interpretados por nuestra corteza visual y transformados en lo que comúnmente llamamos "vista".
Este último paso es clave: las neuronas emplean señales eléctricas para componer nuestro campo visual, y su actividad jamás cesa. Ni siquiera cuando cerramos los ojos. Los destellos y los patrones (en ocasiones geométricos) que percibimos cuando cerramos los ojos provienen de la incesante actividad de nuestra corteza visual, cuya actividad es permanente y espontánea. Si aplicamos fuerza sobre nuestros párpados caídos, las señales eléctricas simplemente se multiplican.
De ahí que nunca observemos un negro puro, el color que a priori deberíamos ver cuando la ausencia de luz es total. Alcanzar tan inquietante tonalidad ha quedado de la mano de artistas experimentales y científicos de toda condición. Hace algunos años hablamos del color más negro jamás generado por el ser humano, un tinte capaz de tragarse el 99,96% de la luz ambiental. Queda muy, muy lejos del Eigengrau, un mero gris oscuro.
Su origen, eso sí, es más natural. Más consustancial a nuestra existencia, repleto de erráticos patrones e imperfecciones, siempre moteado, nunca puro. Probablemente sólo el alemán, la lengua que tantas veces sirvió de vehículo para el existencialismo y el nihilismo, podía bautizar un color que no es un color, sino una experiencia ineludible.
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*Una versión anterior de este artículo se publicó en junio de 2019
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