Es muy posible que Factfulness se empezara a incubar en 1989, en Makanga, un poblado perdido de la República Democrática del Congo. Con un médico de unos 40 años, un laboratorio portátil, un intérprete y medio centenar de lugareños enfadados blandiendo machetes en la puerta de una cabaña.
Los suecos llevaban días recogiendo sangre para analizarla y en el poblado se había corrido el rumor de que la estaban vendiendo. Los europeos les estaban robando la sangre o algo mucho peor, decían. El médico trató de explicar que trataban de investigar el origen del konzo, una enfermedad paralizante recién descubierta que afectaba amplias zonas de África. No les convenció.
Hasta que de mitad del tumulto se adelantó una mujer descalza de unos cincuenta años y, para sorpresa de todos, empezó a hablar en defensa de investigación científica. "Tengo un nieto paralítico de por vida por culpa de ese konzo [...] necesitamos esta investigación", dijo y se giró enseñando el brazo "aquí, doctor. Sáqueme sangre". Aquello sí que funcionó.
No es un libro sobre lo bien que va el mundo
Como digo, 'Factfulness' pudo empezar a incubarse el día en que Hans Rosling estuvo a punto de morir en aquella aldea congoleña, pero el texto final es el resultado de una derrota. De varias, en realidad. Una derrota personal, la de un hombre que dedicó 20 años de su vida a enseñar a la sociedad cómo era realmente el mundo; pero también una derrota social, nuestra incapacidad para deshacernos de esa concepción catastrofista del planeta que parece que llevamos tatuada en la piel.
Y, sin embargo, no dejamos de leer que el último trabajo de Rosling (que murió a princios de 2017) es una reivindicación de que "la Humanidad no lo ha hecho tan mal". Cuando lo cierto es que va precisamente sobre lo mal que lo estamos haciendo en algo fundamental, es un libro sobre por qué somos incapaces de ver el mundo tal y como es.
Cuando Bill Gates anunció que regalaría 'Factfulness' a todos los graduados universitarios de Estados Unidos, ya planteamos la posibilidad de que la obra acabara siendo "víctima" de un debate que le es, en parte, ajeno: el que arrastramos desde hace unos años sobre la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso. Los mismos editores internacionales han caído en la trampa favorecido esa lectura. Pero por comprensible, no deja de ser una forma muy simplista de entender lo esencial del libro.
Hacer frente a la frustración
El mismo Rosling explicaba cómo a mediados de la década de los 90, justo cuando empezaba a dar clase en el Karolinska Institutet (la institución que concede el Nobel de Medicina), se dio cuenta de que sus estudiantes "sabían del mundo menos que los chimpancés". Sus ideas sobre el estado de las cosas eran poco menos que catastrofistas sin que hubiera razones para ello.
En la siguiente década, hizo muchas preguntas y, con una mezcla de preocupación y frustración, sólo consiguió comprobar que esa concepción del mundo estaba tremendamente extendida. Y su primer instinto fue pensar que era un problema de información: "solo un «conocimiento» activamente erróneo puede hacer que nuestros resultados sean tan malos", se decía.
Con la misma lógica que había seguido durante los años en que estudiaba el konzo, Rosling se planteó la tarea que tenía delante como algo esencialmente educativo, divulgativo, pedagógico. En África, eran los mitos y la desinformación el «conocimiento» activamente erróneo que llevaba la población a procesar mal la yuca e intoxicarse con cianuro. Ahora era una concepción del mundo anclada en los 70. Bastaba con enseñar.
En 2005, junto a su hijo y su nuera, crearon la Fundación Gapminder y recorrieron medio mundo tratando de desarrollar los mejores materiales didácticos que fueran capaces de conseguir. Les costó otros diez años darse cuenta que estaban ante un problema que no podía solucionarse con gráficas o charlas TED. Había algo más.
Un libro que va sobre nosotros
Por eso, a diferencia del 'En defensa de la Ilustración' de Steven Pinker el texto de los Rosling no está articulado sobre la estadística del progreso. 'Factfulness' gira en torno a nuestros sesgos, nuestros instintos y nuestros 'espíritus animales'. Gira entorno a nuestros puntos débiles y se esfuerza por ayudarnos a mejorar.
No en vano, Rosling dedica 250 páginas de un total de 300 y pocas a radiografiar las raíces y las causas de nuestra concepción excesivamente dramática del mundo. En su opinión, se tratan de los instintos de separación, negatividad, recta y miedo. Del sesgo del tamaño, el de la generalización, el del destino, el de la perspectiva única, el de la culpa y, sobre todo, el de la urgencia.
Se trata de heurísticos, sistemas cognitivos que "seguimos necesitando para dar sentido a nuestro mundo e ir tirando", pero que al enfrentarse a la complejidad de una sociedad global para la que no fueron 'diseñados' fracasan estrepitosamente. La clave, según Rosling, está en aprender a controlarlos.
Una visión del mundo basada en datos reales
En ese sentido, 'Factfulness' es un libro gigantesco construido sobre una cornisa muy estrecha. Buena parte de la crítica lo acusa de ser "ambivalente" o directamente "simplista" y es cierto. Yo mismo avisaba que (de forma algo naïf) está más centrado de demoler el relato dramático que en construir un relato alternativo. Pero, si somos sinceros, pretender otra cosa habría ido contra los cimientos del argumentario de Rosling.
Como el reciente debate sobre el progreso nos está enseñando, sostener que el mundo va a mejor es sencillo si lo usamos como un arma contra los otros. No tiene nada de heroico, ni de extraordinario porque solamente se trata de sustituir unos sesgos por otros. Este libro sería igual de necesario aunque el mundo fuera rematadamente mal.
Porque claro que está lleno de datos sobre un mundo que va mejor de lo que creemos: es la forma en que Rosling 'descubrió' nuestros sesgos y es la forma con la que ha aprendido a mostrarnos que somos víctimas de ellos. Pero, como él mismo explica, eso es puro circo, lo que nos hace sorprendernos y preguntarnos "¡Hala! ¿Cómo es posible?". Lo que nos hace cuestionarnos nuestros instintos.
Los datos son el dedo, nuestros sesgos son la luna. Por eso, merece la pena abstraerse del debate extemporáneo y leerlo con la ambición del título que le he tomado prestado a José Moises Martín: buscando un debate sereno. Al principio nos chocará, pero cuando digiramos la sorpresa, el mensaje que queda es otro: que necesitamos una visión del mundo basada en datos reales. Como aquella señora descalza de la aldea del Congo porque, al final, encontraron la forma de vencer al konzo.
Esa es la arrollante vitalidad que siempre movió a Hans Rosling y en este libro se ve con claridad.
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