Una tarde de verano de 1958, Artur Fishcher entró en la pequeña factoría que había construido en Tumlingen, hoy en el término municipal de Waldachtal, al suroeste de Alemania. Saludó distraído a los trabajadores que se encontró en la puerta y fue directo a la poliamida. Cortó un pequeño cilindro de este material y sacó el taladro de la caja de herramientas. El resto es historia, el taco Fishcher (como aún se conoce a los tacos expansivos en el mundo del bricolaje) estaba a punto de revolucionar el mundo.
Pero, antes de Fishcher y aunque no suele reconocérselo en los libros de historia, el taco ya llevaba décadas siendo clave en otra gran revolución: la de la electrificación del mundo moderno.
Una historia de ingenio y 14 millones de tacos al día
Bajito y miope, Fishcher había empezado en el mundo de la fabricación y el diseño industrial por casualidad. Cuando con 19 años trató de alistarse en la Wehrmacht alemana para convertirse en piloto, fue descartado y destinado a mecánico de aviones en la Lutfwaffe. Aquello lo llevó a Stalingrado en los peores momentos de la guerra, pero también le familiarizó con la tecnología moderna y le permitió crear un pequeño taller para reutilizar desechos bélicos después del 45.
Durante años, malvivió fabricando encendedores e interruptores, pero en 1949, intentó hacer una fotografía de su hija recién nacida. En aquella épica, como solía recordar el inventor, "para hacer fotos en interiores solo existía el flas en polvo. Era peligroso y no se podían hacer buenas fotos porque la gente, del miedo, cerraba los ojos. Primero construí un reflector de luz y luego desarrollé un detonador eléctrico". Es decir, creó el primer flash sincronizado.
Una idea que vendió al conglomerado industrial de IG Farben y que, años después, cuando fue despiezado por los Aliados, desarrolló la compañía belga Agfa. Aquello permitió a Fishcher dar rienda suelta a su creatividad y en los años siguientes registró más de 1.000 patentes. La más importante de todas, claro, fue la del taco expansivo: a clave de bóveda de un imperio industrial que factura 864 millones de euros al año y aún hoy vende más de 14 millones de piezas de plástico al día.
El éxito de Fishcher ha hecho que su imagen esté vinculada al taco. Sin embargo, su historia viene de antes y ¡menos mal!
Y se hizo la luz... pero solo fuera de las casas
La historia de la luz eléctrica es larga. En 1852, Francisco Domenech fue capaz de iluminar su farmacia en Barcelona y la ciudad de Madrid acogió pruebas de iluminación en la plaza de la Armería y en el Congreso de los Diputados. Un poco después, en 1875, se lograron iluminar (gracias a una dínamo) las Ramblas, la Boquería, el Castillo de Montjuic y parte de los altos de Gracia. Y en 1881, con motivo de la visita del rey, la ciudad cántabra de Comillas se convierte en la primera ciudad con iluminación eléctrica de España.
Aunque, todo sea dicho, fueron 30 farolillos y no conseguía quitarse la pátina de experimentalidad de encima.
Ese mismo año entró en funcionamiento la que se suele considerar que la primera instalación pública permanente de producción de electricidad del mundo: la de Godalming, en inglaterra. Allí, Calder & Barnet utilizaron una rueda hidráulica, una dínamo y un alternador Siemens para iluminar las calles centrales de la ciudad de Surrey y proveer energía a los consumidores que quisieran.
Solo unos meses después, Thomas Edison puso en marcha su central eléctrica en el 57 de Holborn Viaduct en Londres y se dio el pistoletazo de salida a la electrificación del mundo moderno. Sin embargo, como pasa a menudo con los grandes avances tecnológicos nos solemos fijar en lo aparente: en las calles iluminadas, la electrificación industrial, el incipiente (y truncado) nacimiento del coche eléctrico, pero... ¿cómo llegó la electricidad al interior de unas casas que no estaban preparadas para ello?
Grandes innovaciones, pequeños detalles
Hace unos años, cuando estaba buscando piso para el par de años que viví en Madrid, me enseñaron un pequeño apartamento que no tenía toda la instalación eléctrica dentro de la pared. Tenía enchufes, pero no había puntos de luz en el techo. Por eso, los cables de las lámparas estaban colgando por la habitación. En su momento me pareció algo rarísimo, pero (ahora que reflexiono sobre cómo llegó la electricidad a casas) es una imagen sorprendentemente útil.
Tradicionalmente, hacer cualquier hendidura era algo caro y pesado (había que cincelar una ranura, introducir un taco de madera, fijarlo con mortero blando y luego clavar el clavo o tornillo dentro de forma muy precaria). Por eso, cuando se hacía, se utilizaban las juntas naturales que había entre los materiales de la construcción. Esto, aunque parezca extraño, suponía un problema para la expansión de la electrificación, o ponías las luces y enchufes en lugares a menudo inútiles. O se exigía tanta mano de obra y dinero que era prohibitivo.
La Primera Guerra Mundial (y la muerte o mutilación de una generación entera) ocasionó una falta de mano de obra que obligó a buscar soluciones para este tipo de problemas. Soluciones que pudieran implementarse sin grandes conocimientos técnicos (ni pericia): fue entonces cuando el taco de pared se popularizó de la mano de John Joseph Rawlings. A partir de ese momento, la industria no paró de innovar: a los primeros tubos de fibras paralelas unidas con pegamento, se siguieron rápidamente tacos "hechos de plomo, zinc, caucho natural y sintético, fibras de cáñamo, vidrio, madera y papel".
Con esa tecnología tan simple: el taco de pared, todo se volvía más sencillo y barato. Y gracias a él, en pocos años, las viviendas urbanas se llenaron de luces, enchufes y muchas cosas más. No deja de ser curioso cómo las grandes revoluciones tecnológicas (la electrificación que cambió las casas en un par de decenas de años) dependen de cosas tan pequeñas como un taco de pared.
Imagen | Rawlplug/Joanna Korzeniewska-Wieczorek
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