Hace seis años desde que publicamos en Xataka nuestra primera experiencia en una tienda Amazon Go, la que no tiene cajeros humanos ni cajas automáticas: detecta lo que vamos cogiendo para cobrarnos el importe total en cuanto salimos por la puerta. Parecía que era el futuro inevitable del retail. Si lo dice Amazon, va a misa.
Hace poco supimos que eso no era exactamente así, y la tienda estaba menos automatizada de lo que parecía. Seguía necesitando de muchísimos empleados en India supervisando, etiquetando y verificando lo que muchos compradores iban escogiendo. Y Amazon ya anunció que haría un cambio de modelo progresivo hacia algo menos ambicioso. La magia se desvaneció en favor de una realidad más prosaica.
Esta semana, aprovechando que este hijo de Torrent pasaba por Bellevue, una ciudad pegada a Seattle, la cuna de Amazon, entré por primera vez en mi vida a una tienda Amazon Go. Para probar la experiencia por mí mismo, y para ver en qué estado está seis años después.
Al entrar en la tienda, a unos pasos del ayuntamiento de Bellevue, tuve que decidir entre dos opciones para pasar por sus tornos:
- Acceder con mi cuenta de Amazon. Al ser española y no estadounidense, pensé que quizás tenía que liarme con algún hechizo para llegar al QR que necesitaba.
- Acceder con mi tarjeta de crédito. Parecía claramente la opción más rápida para un usuario puntual como yo.
Error: resulta que no están permitidos los pagos móviles. Pero sí las tarjetas contactless. Suena incoherente, pero es lo que hay: por suerte en ese momento llevaba encima mi tarjeta física, algo que no siempre hago, acostumbrado a la vida en España donde ya nunca encuentro problemas al pago móvil. Al acceder me cobró un dólar en concepto de depósito, y ya me lo restaría del pago posterior de la compra.
Superado el trance, echo un vistazo a lo que ofrece la tienda. Es de pequeñas dimensiones y en sus estanterías hay aperitivos dulces y salados, refrescos y bebidas energéticas, bebidas alcohólicas, algunos helados... muy poco más. No reemplaza a un supermercado en absoluto, solo a una tienda de conveniencia muy básica. Dicho en román paladino: para un café de emergencia o para saciar el hambre emocional en horas intempestivas.
Una curiosidad que se me viene a la cabeza al ver la botella de Jack Daniels es cómo funciona la comprobación de la edad del comprador, porque aunque sí hay algún empleado en la tienda, sus funciones se centran en reponer producto y gestionar el stock, y a menudo ni se le ve porque está al otro lado de la puerta del almacén.
La respuesta está en la palma de la mano. Es el indicador biométrico que usa Amazon Go para facilitar el acceso y el pago al vincularlo con la cuenta de Amazon. Si el usuario ha cargado un método de verificación de su identidad, también sirve para comprar productos para mayores de edad. En este estado, 21 años. La alternativa para quien no usa este sistema está en una caja automática que veremos más adelante. También permite el trámite de verificar la edad.
Otra curiosidad: ya sabíamos que las cámaras tenían una presencia importante en estas tiendas, pero resulta cómico mirar hacia arriba y ver un enjambre de ellas apuntando hacia todos los rincones. Hago unas fotos al techo y pienso si algún subcontratado en Bangalore me estará viendo hacer el tonto.
Ojeada toda la tienda, me animo a hacer feliz a mi yo de ocho años que soñaba con el futuro, ya puestos, y compro un helado junto a un refresco XXL. De pronto pasa un empleado (o mejor dicho, “el” empleado) de camiseta naranja, y ni me mira a los ojos. No soy su preocupación: lo suyo es asegurarse de que los estantes están llenos y el suelo limpio, del cliente se encarga la IA. Lo que el futuro te da, el futuro te quita.
Pululo un par de vueltas más antes de decidir que ya es suficiente, que ya es hora de volver al hotel para ver clásicos de Seinfeld hasta que se me acabase el refresco. Y ahí ocurrió lo más extraño: salir, sin más.
Ningún pago, ninguna interacción –humana ni electrónica–, nada de pedir una bolsa o rechazarla, nada de “con tarjeta, por favor”. Por supuesto, nada que se parezca a una cola. Tan instantáneo como marcharse.
Salir, sin más.
Me fui de la tienda con la conciencia de quien acaba de robar algo y está esperando que le descubran. Pronto caí en que debía mirar mi cuenta bancaria para ver qué me habían cobrado:
Cada producto lo cobran de forma independiente, hay compras en días separados porque un par de días más tarde volví a por agua. Salí con una botella de algo más de medio litro que aseguraba tener un Ph pistonudo y unas propiedades alcalinas que asumo justifican (voz del narrador: no lo justifican) los 3 dólares que costaba la unidad.
La experiencia fue exactamente la misma: entrar fácilmente con el depósito de un dólar, deambular bajo la mirada de ningún humano y muchas cámaras. Tan cómodo y rápido como deshumanizador.
Lo que no cambió fue ese desasosiego. Me seguía sintiendo raro por coger productos de una tienda y largarme sin pagarlos, aunque obviamente los estaba pagando. Esa falta de conciencia, de ver de una forma explícita que hemos pagado lo que nos llevamos, se me hizo chocante.
Hace un mes probé un taxi autónomo por primera en mi vida, y lo chocante fue lo rápido que me acostumbré a que no hubiera nadie al volante. Simplemente lo asumí en unos minutos y me puse a pensar en mis cosas, como si nada.
Sorprendentemente, la visita a Amazon Go es más chocante: es tan transparente que la comodidad extrema se vuelve ligeramente incómoda, como si estuviéramos cerrando un proceso incompleto.
Supongo que será cuestión de acostumbrarse, porque no tener que hacer cola alguna es insuperable. Y el cambio a carritos que detecten lo que metemos en ellos hará que ganemos cierta conciencia del proceso, no tan transparente como este. Pero eso aún no ha llegado.
Aunque eso abre otro melón: el de seguir promoviendo que ciertos puestos de trabajo sean capitalizados por una empresa top 10 mundial por valor bursátil solo por ganar un poco de extraña comodidad. Claro que eso merece su propia conversación.
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